TENDENCIA

Noa Pothoven, joven que solicitó la eutanasia

Sintió alivio cuando su pareja le manifestó que pasaría el domingo junto a su madre a más de trescientos kilómetros de distancia, prefería estar solo porque ese día cumplía cuarenta años y hacía 20 que no celebraba sus efemérides. Comenzó pronto a ganarse la vida y con ello se acabaron también las ganas de fiesta. El trabajo fue durante la mayor parte de su vida, la única razón para levantarse y hacer que sus músculos y órganos vitales se pusieran en funcionamiento, consiguiendo una cierta estabilidad económica aunque siempre con temor a perderlo todo. Su cerebro le soplaba al oído derecho que debía continuar así mientras que al izquierdo le susurraba que no merecía la pena porque solo los demás salían beneficiados con su esfuerzo.

Leyó en la adolescencia a filósofos del pesimismo como Schopenhauer, Heidegger, o Ciorán y como este último, a los 20 años ya había perdido la ilusión por las cosas, siendo el momento en que más cerca estuvo del suicidio, sin embargo, convencido de que nunca llegaría a los 40, fue aplazando ese acto final como una idea vital que debía aprovechar para sobrellevar la espera de la muerte. Por eso, para combatir el sufrimiento y la ansiedad del día a día, tiraba de esa filosofía para él positiva, de poder matarse en el momento deseado, cuando no resistas más, te apeas y punto, decía para sus adentros y quizá de ahí proviniese la inclinación al suicidio que lo acompañaba siempre y que nunca llevaba a cabo.

Navegaba constantemente por internet buscando en páginas que hablaban del suicidio y cuando escuchaba sobre el uso que hacían las autoridades sobre las consultas de los usuarios para medir el estado de salud mental de la población, temía inocentemente que sus búsquedas en Google transcendieran y dejaba de hacerlas lo mismo que dejaba de beber alcohol cuando creía que le podía estar creando dependencia en alguna medida.

Evitaba hablar de ello con su pareja por considerarlo un tema que solo le incumbía a él, pero también para no dejarla preocupada. En reuniones de amigos, sí manifestaba sus opiniones y creando controversia, por ejemplo cuando alcanzó popularidad la película Mar Adentro que entre otras cosas abrió el debate sobre la legalización de la eutanasia, confundiendo eutanasia con suicidio asistido que fue lo practicado por el protagonista de la cinta, pero así es como se dan los debates en la sociedad española, son muchos los que hablan, pero pocos los que saben lo que dicen.

Consideraba absurdo el argumento de gran parte de los defensores de la eutanasia en el sentido de anteponer el suicidio inteligente ante la casi siempre estúpida lentitud de una muerte indigna pero sin embargo consideraba el suicidio como la afirmación más definitiva que una persona puede hacer sobre su propia vida pues tan nuestra es la voluntad de vivir, como lo es la de morir.

Aquella película dio lugar a discusiones en los términos de considerar lógico que alguien prefiriera morir a soportar una vida tan indigna y penosa como la de su protagonista. Y en parte eso fue así porque el propio Ramón Sanpedro permitió filmar y difundir las imágenes dramatizadas de su propio devenir diario y de su suicidio, sucesos ambos que inspiraron a Alejandro Amenábar.

Ramón Sanpedro militaba en la organización “Derecho a morir dignamente” y desde esa perspectiva se debe entender que arguyera de manera intencionada lo que él consideraba “su desgracia” para apropiarse de un discurso que no le correspondía pues había en el país un buen número de afectados de tetraplejia como él que sin embargo, hacían una vida prácticamente normal desde el punto de vista social y desde luego, sin ningún deseo de acabar con ella.

A su vez, la sociedad hizo suyo ese planteamiento, en lugar de optar por algo indudablemente más justo como la dotación de las prestaciones económicas y ayudas técnicas que el colectivo de personas con diversidad funcional venía demandando para mitigar los problemas que les obligaban a soportar la vida “indigna” que esa misma sociedad consideraba causante del deseo de no seguir viviendo, sin duda porque actuaba más influida por las razones de mercado que por las humanitarias, dejando patente de nuevo, lo hipócritas que podemos llegar a ser. Pero él apoyaba sin cortapisas el suicidio asistido que no era lo mismo que la eutanasia, porque el suicidio asistido consiste en la ayuda física que una persona válida presta a una persona con dificultades para que pueda ejercer ese derecho que le asiste y tenía claro que todos tenemos derecho a quitarnos del medio si no deseamos seguir viviendo.

Como ateo no temía que Dios le condenara al infierno por cercenar el don más preciado que le había sido otorgado según decía la Biblia, pero tenía menos argumentos para debatir con los que enarbolaban la bandera de la ética social, aquellos que consideraban el suicidio una tontería que en realidad no interesaba a nadie excepto a moralistas y cristianos. Para ellos el suicidio era un modo de acaparar un protagonismo tan excesivo como innecesario a través de la muerte cuando en realidad, la sociedad olvida pronto no solo el acto en sí mismo, sino la propia existencia de quien lo protagonizó que solo permanecerá en la memoria de sus coetáneos en la medida que logre dejar obra que merezca reconocimiento. Y así se había resignado a que la tendencia suicida lo acompañara como una sombra, dando por perdida la esperanza de vencer el estado depresivo del que conseguía sobreponerse, por treguas y a duras penas, sumergiéndose en el trabajo.

En alguna ocasión recurrió a salud mental buscando ayuda, pero la respuesta de los especialistas fue contundente, no sufría ninguna de las enfermedades mentales que le asustaban, no era bipolar ni esquizofrénico a pesar de que les hubiera asegurado que hablaba solo y que su cerebro parecía responderlo, pero por eso precisamente le dijeron que estaba cuerdo por ser consciente de conversar consigo mismo y no estar atormentado por voces ajenas.

La medicina entendía que su estado anímico podía deberse a cambios químicos en su cerebro de origen genético, pero al mismo tiempo se daban cuenta de que hasta entonces, había combatido con eficacia la depresión a través del trabajo por lo que únicamente lo animaban a seguir buscando argumentos similares para continuar. De alguna manera la terapia consistía en postergar día a día la idea de la muerte de la misma manera que un ludópata ha de luchar cada vez que se enfrenta a una máquina de juegos, pero eso no le aportaba nada nuevo porque algo así venía haciendo desde que tenía uso de razón.

Parecía claro que mediante el trabajo controlaba la depresión, pero entre una cosa y la otra, no encontraba tiempo para pensar nada más, postergaba establecer relaciones serias porque no quería que otra persona sufriera las consecuencias y mucho menos tener descendencia, calificaba como descerebrados a aquellos que transmiten sus genes a sabiendas de que al tiempo transfieren sus patologías conocidas.

Se enamoró de su pareja casi por obligación, en el sentido de correspondencia, pero a los seis meses ya sabía que no seguirían juntos aunque pasaron años postergando la separación lo mismo que postergaba el acto del suicidio a pesar de que no dejara de pensar en él. Eran incompatibles en casi todo excepto en el sexo, incluso creyó estar convencido de que solo en eso congeniaban. Había leído estudios afirmando que un porcentaje altísimo de mujeres fingían el orgasmo a lo largo de toda su vida para evitar el sufrimiento a sus parejas, pero también creía que la suya no fingía.

Era una mujer especial de voz dulce, extremadamente ordenada, limpia y agradable que parecía imponerse extrañas limitaciones a la hora de practicar sexo, una técnica en la que siempre era ella la que llevaba la voz cantante. Pocas caricias previas, sexo oral con poca felatio porque sentía arcadas y alcanzando enseguida el clímax preciso que la llevaba a decidir la penetración para, al cabo de un tiempo no excesivo, lanzar un profundo suspiro, seguido de un tímido gemido y un “ya está”, para dejarse caer junto a él y quedarse a continuación profundamente dormida, eso era todo, tan intenso como breve. Lo curioso era que también suponía no volver a practicar sexo en al menos ocho días porque antes no le apetecía, él lo hubiera hecho más a menudo, siempre sentía placer, pero ella era así, parecía necesitar reposo para cargar pilas y volver con la misma intensidad a la carga.

Creía que solo eso les mantenía unidos porque todo lo demás se componía de discusiones, diferencias de criterio a la hora del gasto o el ahorro, visitas, amigos o diversión, daba igual, nunca estaban de acuerdo en nada, parecía que en lugar de convivir solo se soportaban, era evidente que aquella incompatibilidad hizo que no se plantearan nunca una boda formal y la procrastinación en cuanto a la ruptura definitiva quizá se debiera a que ninguna de las diferencias era tan intensa como para provocar el caos y que siendo pacíficos los dos, las discusiones nunca terminaban de manera violenta sino conformándose con el devenir de los acontecimientos y acordando tablas una y otra vez.

Intentaba abrir los ojos aunque todavía no estaba seguro de encontrarse en el mundo real, la habitación estaba oscura y le pareció escuchar el breve chasquido de una puerta al abrirse, podría estar soñando porque solo podía sentir la pesadez de su cuerpo. Una mano ligeramente fría y muy suave recorría decidida su pecho a la búsqueda de algo e intentó incorporarse. Tranquilo, vuelvo ahora le susurró al oído. Se trataba de una enfermera que lo había colocado un termómetro en la axila para alejarse tras sus pasos dejando la habitación tan en penumbra como la encontró. Se tocó, no le dolía nada, pero estaba mareado y empezaba a recordar levemente.

Se vio con un vaso en la mano y una botella de Macallan sobre la mesa, debía estar aún borracho aunque tampoco le dolía la cabeza como cuando se pasaba con la bebida. Era pelirroja y muy pecosa, de origen bielorruso, le dijo que el termómetro indicaba la constante correcta, creo que hoy te vas para casa. Él se interesó por su estado y preguntó por qué estaba ingresado, ya que no le parecía haber bebido tanto. Pero a todas esas preguntas le debía responder el médico, ella solo sabía que lo habían estado cuidando 24 horas en planta y que había pasado una noche más en urgencias donde lo habían practicado un lavado de estómago o al menos eso reflejaba su historia y no podía decir nada más, abandonando la habitación con una generosa sonrisa.

Aunque nadie le había preguntado, su compañero de habitación comentó en voz alta que había escuchado a las enfermeras que lo tenían en observación por intento de suicidio. Se duchó y volvió a ponerse el pijama, estaba un poco mareado aún, pero no lo suficiente para impedir que saliera al pasillo con la intención de hablar con un médico por encontrarse incómodo ante el comentario de su compañero.

Solo consiguió toparse con la enfermera pecosa que lo había tomado las constantes y que lo asió del brazo fuertemente para devolverlo a la habitación, no podía salir hasta hablar con su médico y el desayuno estaba a punto de llegar. Preguntó por la herida de la frente, una herida de la que no se había percatado hasta después de la ducha. Le respondió que no era nada, que debió caer y le dieron un par de puntos, pero carecía de importancia. Se ofreció a ponerle un apósito aunque se curaría mejor y más rápido dejándolo al aire.

Después de la manzana, el café y las tres galletas, se encontraba mucho mejor y también más despejado, pero para su desgracia, la memoria le acercaba, de manera constante, imágenes de las que nada quería saber. Se había pasado con el whisky de malta, una bebida que toleraba bien aunque también agudizaba su depresión probablemente desencadenando el proceso que lo había llevado hasta allí. El Secorbital estaba escondido en la guantera del coche debajo de todos los papeles y el coche se lo había llevado ella.

El aniversario de su nacimiento junto a la bebida agudizó su obsesión y amortiguó su resiliencia, dejando paso a la tendencia suicida que lo persiguió siempre y sin pensarlo dos veces acudió al cajón de las medicinas, a lo mejor estaban allí en lugar de haberlas dejado en el coche, pero solo encontró un somnífero normal, una caja sin abrir con una benzodiacepina que no tendría mayores consecuencias que una amnesia temporal. No obstante, contaba con que nadie se percatara de la intoxicación hasta el día siguiente cuando ya fuera demasiado tarde y 50 comprimidos con una concentración de 10, más el alcohol que ya había ingerido sería suficiente dosis para conseguir adentrarse en un sueño profundo y definitivo.

Con fría inconsciencia, vació las pastillas en un pocillo de café y tomó de la nevera una botella de leche porque de manera absurda alcanzó a pensar que le evitaría el malestar estomacal derivado de la ingesta del fármaco. Lo dispuso en la mesilla de noche y se sentó en la cama. Fue tragando los comprimidos de 5 en 5, procurando beber detrás de cada tanda un buen trago de leche y así asegurarse que llegaba pronto al estómago. Miró el reloj, pasaban 25 minutos de las 6 de la tarde y como el sueño le vencía, decidió meterse en la cama y dormir profundamente en la seguridad de no volver a despertar.

Siempre lo hacía en calzoncillos o como mucho con camiseta de manga corta en el invierno, pero debía estar sufriendo los efectos porque acudió a buscar un pijama en el cajón para ponerse. Por fin se tapó hasta el cuello y quedó a la espera del reparador sueño terminal. Vagamente recordó que entre dormido y despierto decidió que no era justo marchar sin dejar una nota a su pareja, ella no tenía culpa de nada así es que sin pensarlo mucho, como todas las decisiones que había tomado hasta aquel momento, se levantó de la cama con la intención de escribir la nota, dirigiéndose al salón para recoger la agenda depositada en la mesa de la televisión, a partir de ese momento todo era oscuridad.

¿Recuerda algo de lo sucedido? Le preguntó el doctor cuando pasó revista a las 12 de la mañana. Le relató el paquete de recuerdos que había conseguido reunir y el médico completó lo que faltaba. Lo había encontrado su pareja que asustada llamó a una ambulancia. Estaba tendido en medio del salón, había embestido con la cabeza la mesa de centro abriéndose en la frente una brecha sin importancia por la que sin embargo, había sangrado lo suficiente como para que ella se alarmara. Le dieron dos puntos siguiendo el protocolo, pero hubiera curado igual sin hacerlo. Su mujer también les informó de que parecía haber bebido una botella de whisky de buena calidad e ingerido un somnífero cuyo envase había encontrado vacío en la mesita de noche. Las benzodiacepinas, en muy raras ocasiones ponen en riesgo la vida aunque vayan acompañadas de alcohol y salvo que hubiera ingerido algún otro tipo de barbitúricos el tema no pasaría de ahí. No obstante, resolvieron practicar un breve lavado de estómago y el reposo preceptivo por lo que decidieron mantenerlo 24 horas en observación.

Lo que le preocupaba al galeno era lo de siempre, los porqués, los por tantos y los para qué, porque su pareja no pudo aclarar mucho al respecto. Lo advirtió de la cruda realidad, iba a informar para que lo derivaran a salud mental, serían ellos los que se ocuparían cuando abandonara el hospital. No estaba en condiciones de trabajar por lo que sin más tardar, debía acudir a atención primaria y obtener el parte de baja correspondiente. El de alta lo había dejado él en enfermería para que lo recogiera antes de marchar pues ya no le servirían la comida.

Luego de un breve silencio, añadió al relato su preocupación por el hecho de que su mujer, a la que había llamado antes de hablar con él, hubiera declinado venir a recogerlo al hospital, impidiendo con ello una conversación conjunta. Había respondido que si no podía volver por su pie que lo mandasen en una ambulancia. Médicamente estaba en condiciones, pero con exquisita prudencia le rogó tuviera cuidado por ser pronto aún y le recomendó que arreglara con tacto, el tema con ella pues le había parecido una persona muy coherente.

Se sintió avergonzado, no había valorado las consecuencias porque no había pensado un plan b, o mejor dicho nunca creyó que fuera necesario pues no pensaba regresar a pedir disculpas o recabar el perdón de nadie, pero ahora inequívocamente debía no solamente disculparse ante su pareja, sino solicitar su perdón y administrar con cuidado la separación que ya era imposible demorar porque el intento de suicidio, aunque inútil y casi inocente, precipitaba los acontecimientos.

Lo afrontó como un trabajo y lo hizo lo mejor que pudo y no salió tan mal en lo que respectaba a ella que pronto rehizo su vida. Para él fue más duro, tuvo que seguir luchando consigo mismo como lo había hecho siempre. Su paso por salud mental no arrojó nada nuevo, no estaba loco, no era mal tipo, no suponía peligro más que para sí mismo y la receta seguía siendo la misma entretener el tiempo de espera hasta la hora de la muerte, estirando una y otra vez su tendencia suicida.