PROCRASTINAR

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El clima revuelto era augurio de una borrasca que los días siguientes produjo enormes daños en la costa mediterránea, pero a pesar del mal tiempo, hasta los agnósticos aprovechamos esas fechas para el recuerdo y la celebración y ese año nos habíamos propuesto que fuera especial, invitando a pasar las navidades con nosotros a Agustín y a Adela, su pareja de toda la vida.

Procrastinar suena a pecado, un pecado que en esta ocasión acarreó penitencia. Nos conocimos 30 años atrás compartiendo trabajo durante el tiempo suficiente para que surgiera una sana y entrañable amistad entre los dos. Agustín era eso que se suele denominar un buen tipo, buen conversador y coincidíamos en preferencias e ideologías lo que dio lugar a placenteras y extensas jornadas de coloquio y debate, pero lo mismo que une, el trabajo también separa y a nosotros nos distanció por mucho tiempo y un buen puñado de kilómetros.

Al principio nos telefoneábamos con relativa frecuencia, pero transcurriendo el tiempo, se fueron distanciando las llamadas hasta el punto de restringirlas a las típicas y casi obligadas felicitaciones navideñas, algún cumpleaños y más tarde ni eso por lo que, ni por lo más remoto esperaba su llamada aquel verano anunciando por sorpresa una visita relámpago.

Era jueves y me dijo que tenía la intención de quedar con nosotros el sábado de aquella misma semana, comer y recordar viejos tiempos, quería saber sobre mi vida, pasar un buen rato y como aquella curiosidad y aquel deseo era compartido, no me planteé nada a pesar de lo extraño que resultaba que después de 30 años nos fuéramos a ver de manera tan precipitada.

Preparándome para el sábado, estuve intentando recordar situaciones significativas, divertidas o curiosas en las que ambos hubiéramos participado para conversar sobre ellas, pero lo tenía todo bastante difuso y apenas rememoraba cosas como el bautismo de su hijo o el entierro de su padre y es que tampoco habíamos sido dados a pendencias o juergas, lo nuestro eran las exposiciones de arte, cine, presentaciones de libros y algún concierto y tampoco muchos.

Recordaba, eso sí, tardes espléndidas que comenzaban con la preparación de una barbacoa en el pequeño jardín de la parte trasera de su adosado a la que solíamos invitar a algún que otro compañero de trabajo y sus respectivas parejas e hijos, jornadas que terminaban avanzada la tarde entre birras y distendidas charlas sobre algún ciclo de películas, pero sin anecdotario más allá de alguna discusión con el clásico vecino envidioso e impertinente al que todo molesta, desde el ruido que hacíamos, el humo que producíamos o el ladrido del perro reclamando alguna vianda perdida.

Nuestro amor al arte y nuestro empeño por su socialización, hizo que iniciáramos un proyecto en el que empeñamos algún dinero que nunca recuperamos y ya se sabe que los fracasos también unen. Llegamos a acuerdos con artistas locales y contratamos una serie de obras, 16 creo recordar. Una cerámica decorativa, un plato con dibujo abstracto realizado por un artista emergente muy significativo entonces, unas peanas de bronce con efigie sobre mármol a modo de pisapapeles o sujeta libros y grabados de distintos tamaños y motivos. Cada artista firmaba la suya para comercializar una tirada de 1000 ejemplares numerados y acompañados de la autenticación notarial correspondiente. Con ello conseguiríamos el abaratamiento de obras interesantes y con proyección de futuro, cuyo destinatario sería el coleccionista o el sencillo aficionado.

Estábamos convencidos de obtener éxito y con cada suscripción a la colección incluíamos una carpeta conmemorativa magníficamente presentada sobre los autores, sus biografías y su trayectoria artística. Habíamos calculado que vendiendo el 70 % quedaba cubierta la inversión, gastos de envío incluidos y todo lo que lográramos colocar a partir de ahí, eran beneficios, pero no llegamos a suscribir el 50% y eso supuso un fracaso que nos quitó las ganas de volver a empeñar nuestros ahorros.

Aunque Agustín tenía hijos, como ya eran mayores vino solo acompañado de su mujer y pasamos una jornada inolvidable aprendiendo el uno del otro, magnificando lo que cada uno hacía, proyectos que teníamos iniciados, expectativas de trabajo, etc., pero sobre todo hablamos de recuerdos, de política y de nuestras mutuas aficiones, lo que a juzgar por la agilidad del relato, él parecía tenerlo todo más presente que yo.

Me contaba excitado que en esos momentos estaba metido en un asunto de arte, esta vez en solitario y solo grabados de pintores jóvenes con pujanza, carpetas para regalos de empresa, pero también me habló de muchas otras cosas. Nos interrumpíamos el uno al otro continuamente, parecía que estábamos compitiendo o desquitándonos de tantos silencios y no encontrábamos el momento de poner punto final al encuentro, hasta que ya anocheciendo nos despedimos con la promesa de no volver a dejar pasar tanto tiempo sin vernos.

Resulta complicado entender la razón por la que dos personas que congenian y que logran establecer lazos de amistad que a priori puedan parecer sólidos, se alejan lentamente sin hacer nada por remediarlo, expresiones como tenemos que llamar, deberíamos ir a visitarlos, se suceden como oraciones pertenecientes al relicario de la procrastinación, así que un día por otro cada vez resulta más complicado quedar y eso era lo que había pasado entre nosotros aunque en ese momento, a buen seguro motivados por la emoción, pareciera que teníamos la voluntad de reconducirlo en el futuro. Sin embargo, como afirma un dicho judío “Dios se ríe de quien hace planes”; y como en los días inmediatamente siguientes nos sometimos de nuevo al cómodo reclinatorio del olvido, esas navidades estuve resuelto a no permitir que terminara el año sin vernos.

Trazamos planes, visitas a lugares, reconocimos restaurantes para encontrar enclaves idóneos, todo nos parecía poco para conseguir que esas navidades se convirtieran en un periplo inolvidable para ambos. También tomamos nota de eventos para visitar y acondicionamos una habitación con televisión con el objeto de se encontraran como en casa durante los siete días que teníamos la intención de que permanecieran con nosotros.

Embargado por la ilusión los llamé aquella misma mañana, pero nadie respondió al teléfono y decidí dejarlo para la noche, era previsible que estuvieran trabajando y acaso comieran fuera y tampoco debía retrasarlo un día más ante la posibilidad de que comprometieran otros planes.

Faltaban veinte minutos para las diez de la noche cuando marqué su número una vez más. Al aparato se puso su mujer. Hola, Adela –dije esperando reconociera mi voz–, sin embargo me pareció observar un breve compás de espera como si no estuviera segura de haberme conocido, aunque a lo mejor le sorprendió la llamada por inesperada o porque se estaban recuperando de una pequeña discusión, quien sabe, las llamadas de teléfono suelen ser inoportunas porque irrumpen en el momento menos esperado y a veces menos deseado.

Pregunté entonces por Agustín y con un leve temblor de voz, me devolvió la pregunta, padre o hijo. Soy yo, ¿no me reconociste? –pregunté nervioso–, si claro que te reconocí, perdona, me doy cuenta de que no sabes lo de Agustín. ¿Qué debo saber? –respondí acongojado–. Lo enterramos hoy hace un mes y creo que tú debiste ser uno de los amigos a los que se nos olvidó informar de su muerte. Ya le advertí a mis hijos que la esquela no siempre es suficiente y que deberíamos haber llamado personalmente a todos sus conocidos, pero estábamos agotados y se nos debió pasar.

Me interesé por el motivo, quería saber si había mediado un accidente, pero no era así, Adela me dijo que Agustín llevaba luchando mucho tiempo y de manera denodada contra un cáncer de páncreas que a la postre terminó con su vida.

Quise saber si cuando nos vimos en verano, era consciente de su gravedad y la respuesta fue afirmativa. Por lo visto, cuando Agustín se supo herido de muerte, quiso casi de manera precipitada, visitar a los amigos incluso aquellos que se encontraban lejos como era mi caso con la intención de despedirse en un acto de romanticismo muy digno de él.

Afirmaba el poeta español Machado, apoyándose en el filósofo Epicuro, que no hay que temer a la muerte porque mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros ya no somos y así debió pensar mi amigo Agustín cuando en silencio y en tanto era, inició un periplo vacacional para visitarme a mí y a otros de sus amigos demostrando con ello una generosidad de la que yo había carecido permitiendo que se perpetuara nuestro alejamiento.