BAR LUCHO

Camden

Lucho era de los pocos de nuestra quinta que tuvo la oportunidad de visitar Camden Town y Brixton, los barrios alternativos de Londres en los que abundaban locales de música en vivo, pero no tenía criterio, ni conocimientos y menos aún pasta para invertir y poder lograr lo que de verdad le hubiera gustado, por eso el “Bar Lucho” era un antro de mala muerte al final de una cuesta que no conducía a parte alguna, en una ciudad costera del norte.

Hacía esquina con un mugriento callejón donde los habituales dejábamos el coche cuando no encontrábamos un sitio mejor y que además de ser imperio de los gatos abandonados, en las madrugadas se encontraba ampliamente perfumado por vómitos, orines y excrementos de los más perjudicados por el alcohol y las drogas. El local era discreto y por eso los que por allí circulaban o iban a él o a morrearse con discreción dentro de los coches estacionados entre los árboles que adornaban y daban sombra a todo lo largo del lado derecho de la calle. Siguiendo hacia arriba, 50 metros más adelante, una urbanización cortaba el paso obligando a los coches a volver, no así los a transeúntes que podían subir unos 10 tramos de escalera por el costado de las viviendas hasta alcanzar la zona alta de la ciudad.

Al salir del trabajo, como tantas otras noches hiciera, pero sin que realmente fuera esa mi voluntad, el BMW rojo que me trasportaba y que aparentaba tener vida propia, emulando a los asnos de antaño iba parando en los lugares que por costumbre más frecuentaba. Tuve la intención de dar la vuelta y marchar pero se trataba de una tarde otoñal realmente desapacible y decidí entrar a calentar la garganta y oler cuerpos que mucho más no se podía hacer para descansar el físico y relajar la mente en aquella pequeña capital de provincias.

Seguramente, debido al tiempo adverso la puerta del bar estaba cerrada, era de madera maciza con un ventanuco en medio cuyo significado ignoraba, porque nunca vi que lo abrieran, pero le daba un aire de casino privado que tampoco se correspondía con la realidad ya que por haber, ni tragaperras. El insalubre aire interior, solo era respirable porque estábamos acostumbrados a tragarnos de todo. Unas treinta personas repartidas por ambientes escuchaban música enlatada de los 80, algunas se movían al ritmo, otras estaban sentadas bebiendo y fumando o cuchicheando en los incómodos sofás azul turquesa ubicados en todo el perímetro del local.

Esperanza, la enfermera de urgencias que cada noche ahogaba en alcohol su soledad, ocupaba uno de los taburetes de polipiel color burdeos junto a la barra con la mirada perdida en algún punto del pequeño escenario compuesto por dos taburetes de madera tipo thonet y un micrófono donde otras tardes vagabundos de la canción intentaban ganarse a duras penas la vida y calentar de paso el gaznate por el morro, pero que esa tarde estaba vacío. Acudí junto a ella, me gustaba mucho pero nunca logré nada más que hablar, de lo que fuera porque nos hicimos buenos amigos, pero hablar nada más. Era algo mayor que yo y se encontraba en un infinito proceso de separación sin atreverse a dar el paso hacia el divorcio; me encontraba tan bien a su lado, que me gustaba hasta la forma que tenía de ignorarme.

Lucho, un tipo ventrudo y amorfo que debía padecer hiperhidrosis a juzgar por las eternas manchas de humedad visibles en sus camisas a la altura de la axila, arrojó un posa-vasos delante invitándome a pedir algo. Lo mismo que ella, le dije. Hoy hueles mejor que nunca. No jodas tío, que ni me he duchado, precisamente me tiré encima medio frasco de colonia para que no se notara, a lo mejor por eso te huelo bien y esbozó una mueca a modo de sonrisa. Raro en ti ¿no? Ya pero pasé por casa con la intención de hacerlo y de paso estar un rato con mi hijo y el padre se puso cariñoso, quería echar un polvo a estas alturas y tuve que salir pitando. ¿Te vas a pasar así toda la vida? Yo que sé tío, a veces no basta con saber lo que tienes que hacer, a veces hay que saber llevarlo a cabo.

Me apetecía decir que con aquel pedazo de cuerpo podía conseguir lo que quisiera porque se le rendiría un imperio y que tan solo con entornar la mirada me podía volver loco a mi. Pero ella estaba más interesada en intentar retener el tiempo, últimamente se estaba dejando llevar por la paranoia de la edad, solo se veía arrugas y michelines y la vida escurrir entre los dedos. Era como si hubiera gastado toda su energía en los 12 años que ejerció de casada y madre y ya no tuviera fuerza para divorciarse y mucho menos empezar otra historia. Pero me limité a escuchar con la boca cerrada.

Creí reconocerlo entre la gente que se movía sin gracia en el limitado espacio que dejaban los sofás y las mesas, pero no estaba seguro de que fuera él, además era la última persona que deseaba ver aquella noche y la que menos imaginaba pudiera encontrarse allí. Ismael Blanco era unos quince años mayor que yo, delgado con canas, siempre vestido con traje gris marengo y calzando zapatos de charol negro y gafas de concha que le daban un aire intelectual que a mi entender no se correspondía con la realidad.

Se acercó sin dudar y sin educación, interponiéndose entre ambos pero mirándola a ella como si quisiera mojar pan en su escote. ¿Qué pasa coño, cuanto tiempo? ¿Cuanto hace que no nos vemos? No sé, le dije, perdí la cuenta. ¿Sigues soltero, o ella…? Ella es Esperanza, una amiga, aquí Ismael, nos conocemos hace tiempo. Y sí, sigo soltero. Y tú, ¿sigues en Amnistía? Uff, no, con Amnistía colaboro todavía un poco, pero poco, y es que mi vida voló por lo aires. Mi mujer y yo nos separamos al mismo tiempo que los hijos se acercaban a la edad en la que empezaban a no necesitarme y terminaron por echarme en cara todo lo que hice por ellos mostrando su rostro más desagradecido. Estuve por decirle que no esperaba menos después de lo capullo que había sido pero guardé silencio esperando ver que rumbo tomaba la cosa, presintiendo que mi noche, si había alguna noche pensada o deseada, se acababa a partir de ese momento porque Esperanza que había estado sumida en un trance de ensimismamiento hasta entonces, comenzó a poner atención no solo en lo que decía Ismael sino también en sus canas.

¿Pero bien? –le pregunté–. Quiero decir que os separasteis como personas civilizadas. Si claro aunque me tocó poner más a mí, más dinero, más generosidad y más paciencia para que salieran las cosas bien, ya sabes, como siempre. No sé por qué tenía que saber yo “como siempre”. Habíamos coincidido dentro de la organización unos cuantos años pero eso no era una razón para que nos conociéramos. Además entre él y yo nunca hubo química y como bien decían los navajos, el pueblo nativo americano afincado en Utah, solo llegas a conocer un poco a otro hombre cuando has compartido sus mocasines durante muchas lunas y no era el caso precisamente.

Ismael Blanco, pasó por un par de cargos en la organización, creo que en algún momento fue vicepresidente provincial aunque no estoy seguro pero si recuerdo verlo rodeado de una cohorte de seguidores ante la que adoptaba una posición de líder, imponiendo sus criterios, algunos de los cuales me parecían absurdos e improcedentes, pero lo que me resultaba más desagradable era su manera de pretender hacer cátedra de sus postulados.

En cierta ocasión sostuvimos una agria discusión relativa a la educación de sus hijos, que ya tenía perdida de antemano pues yo no era nadie para opinar al respecto de lo que sus padres entendieran mejor para ellos. La cuestión vino por una amplia disertación sobre lo negativo que podía resultar para la formación de los niños los programas de una televisión sin pasar antes por filtros profesionales y por ello, en su casa no había televisión, asegurando que ni su mujer ni sus hijos lo echaban en falta, simplemente, porque nunca habían tenido. Siempre añadía la coletilla “verdad cariño” con el objeto de que su mujer refutara su postura de la misma manera que ahora pretendería que yo refutara las tonterías que a buen seguro tendría que soportar toda la noche si me quedaba, lo que ya me estaba planteando.

Jamás pude escuchar a su mujer una palabra que lo contradijera, en apariencia estaba de acuerdo en todo lo que decía o hacía, pasando ante todos como la pareja perfecta, excepto para mí, que leía en las ojeras de ella y de sus dos hijos, una eterna tristeza que encerraba la mirada de cualquiera de los tres.

Siempre tuve un radar especial para detectar a los fascistas y pienso que no son aquellos que se apuntan a un partido extremista sino más bien, los que con su actitud y la manera de resolver las situaciones que les afectan, llena la atmósfera de aire irrespirable y eso era a mi juicio lo que ocurría en el entorno de Ismael Blanco. El tema de la ausencia de la televisión, ordenadores y otros útiles con los que, según él los estados manipulaban a sus ciudadanos, no iba precedido por argumentos sino con la imposición pura y dura de sus criterios contra los que no existía razonamiento posible porque la razón siempre estaba de su lado, dado que obedecía a concienzudos estudios realizados por él de los cuales nunca daba cuenta.

Sus discursos que él mismo se apresuraba a calificar de izquierdas hacían aguas por todos los lados pero encontraban eco en mucha gente que lo apoyaba dentro de la organización aunque no siguieran en lo personal su ejemplo, pues lo coherente sería que, estando de acuerdo con él en lanzar una cruzada por medio de la propia organización, para privar de TV a los chicos, hicieran lo propio con los suyos pero no era así, y es que Ismael parecía tener madera de líder de minorías antiguas, me recordaba un jefe Amish y su mujer e hijos, aunque vestían ropa del Corte Inglés, también tenían ese semblante de rara tristeza que vemos en fotos de las mujeres y niños Amish.

Su actitud me soliviantaba y aunque generalmente estaba de acuerdo con la manera minuciosa con que administraba la organización en lo que respecta al manejo de los fondos y administración de los recursos, no lo podía soportar y se convirtió en uno de los motivos que agudizaron mi posterior salida de la junta directiva provincial.

Oye, pues me interesa –dijo Esperanza–, siempre digo a mi marido que nuestro hijo ve demasiada televisión y que por ella aprende todo lo malo, pero el dice que son paranoias mías. Esperanza acababa de decir las palabras mágicas que dispararan el tramo para el fin de fiesta. Otra ronda Lucho, grito Ismael al tiempo que yo me sumergía en los sofás azules, mimetizándome con resignación.

Ver durante mucho tiempo la televisión puede ser una manera de imaginarse vivir en otras realidades, de escapar de la cotidianidad y dejar de participar en el entorno familiar porque imprime un estilo de vida marcado por la pasividad, limitado a sentarse en un lugar y mirar la pantalla. Esto es tanto así que leí un estudio de una prestigiosa universidad canadiense, en el que dicen haber comprobado que muchas veces, incluso se come realizando esta actividad y para no perder de vista la pantalla restringimos el tipo de alimentos, al uso que hacen los americanos de EEUU, es decir comida preparada y ultra-procesada. Como siempre, hablaba sin pausas y sin parar para evitar que nadie metiera baza. Era muy importante para él insertar en la conversación insinuaciones acusadoras hacia la vida y sociedad de EEUU del tipo que acababa de hacer, sabedor que a ese carro se apunta mucha gente. Además, –añadía– la paranoia desarrollada en los chicos es tal, que si en un momento dado no pueden ver tal o cual programa que les gusta, montan rabietas por la necesidad imperiosa de que no haya nada que se interponga entre ellos y la pantalla.

Aunque me daban ganas de intervenir detrás de cada una de sus parrafadas, me mordí la lengua. Me hubiera gustado decirle qué coño sabía él de sus hijos si no habían tenido televisión jamas, si se limitaba a repetir como un loro, textos que leía en revistas sobre naturalismo.

Esperanza sin embargo, intervenía con frasecitas cortas e interrogantes, pero es un problema complicado, –decía–, porque la educación siempre es cosa de dos, tu tienes la suerte de contar con el apoyo de tu mujer pero a mi marido lo quitas la TV y lo matas porque sin fútbol muere. Te entiendo pero mira, lo que tienes que hacer es limitar el tiempo, primero en calidad, siendo tu la que elijas la franja horaria y también en cuanto a navegar por internet y luego la duración, debes estar siempre presente. Con ello te quitas a tu pareja de encima y controlas todo. Y si se revelan los amenazas con el psicólogo, tanto al padre como a ellos que eso siempre funciona.

No, si solo tengo uno –se apresuró a afirmar ella– y lo peor es que vive con él porque fui yo la que abandonó el hogar conyugal para irme a vivir con mi madre y te puedes imaginar que control poco o ninguno. Eso está mal, muy mal –respondió él–, te voy a tener que aleccionar porque es de vital importancia que no pierdas el control de madre.

Si –pensaba yo– por lo que tu le permitías controlar a tu pobre mujer. Comprendo que para una mujer no es fácil y por eso te debes apoyar en alguien –añadía él– mientras clavaba sus ojos en los de ella, manipulando y preparando el terreno para meterse hasta la cocina como hacía con todo el mundo que se lo permitía.

Y que me dices de la publicidad subliminal, esa que estimula el interés por alimentos menos saludables cuya única intención es convencer a los padres para que compren alimentos elaborados. Un famoso dietista-nutricionista, autor de un libro que debo tener por casa y que buscaré para ti, ha desarrollado una guía para hacer que los niños coman más saludable porque asegura que los niños que ven la tele mientras comen, lo hacen peor. Dice entre otras cosas que es problemático que los niños vean la televisión o el móvil a la hora de comer porque supone la entrada de anuncios que predisponen a que los menores presenten un mayor deseo por esos alimentos que se anuncian en horario infantil. Los niños que ven la tele comen peor que los niños que están con la consola porque ésta última no les mete publicidad. Y se debe a que los anuncios que aparecen en televisión generan un deseo de adquirir los productos publicitados pero también perpetúan un patrón de alimentación menos saludable. Y para colmo, la tele se puede usar como elemento distractor. Ese niño al que se le pone delante de la pantalla para distraerlo y que abra la boca para deglutir la comida que se le da, probablemente coma más de lo que necesita solo por el hecho de estar viendo la pantalla.

Hablaba sin parar, comentaba ejemplos, citas de universidades cuyo nombre nunca recordaba o revistas que tendría que buscar pero yo me daba cuenta de que no decía nada, todo era hueco y sin fundamento o con el único objetivo de llevar las cosas a su terreno. Llegado a es punto, apurando el último trago de la que para mi fue la última cerveza de la noche, me levanté al baño y ya no me volví a sentarme junto a ellos, así que dejándolos en animada conversación, me despedí con la mano, al tiempo que salía por la puerta.

Hacía tiempo que no pasaba por el bar de Lucho, entre otras cosas porque no me lo quería volver a encontrar y sospechaba que si le salió bien la noche, volvería para ver si pillaba. También llevaba más de cuatro meses sin ver a Esperanza cuando me di de bruces con ella a la salida del Carrefour. Nos abrazamos efusivamente como quien se reencuentra después de un largo viaje, e ilusionada aún, me dio la feliz nueva. ¿Sabes con quien estoy? Dime, aunque no hacía falta porque ya lo presentía. Con tu amigo Ismael, nos hemos enrollado un poco.

Me preguntaba que sería enrollarse un poco porque conmigo, aunque estaba detrás de ella pegado como una lapa, nunca se enrolló ni poco ni nada pero ese era el sino de Ismael, conseguir llevarse la gente al huerto aunque luego no le duraran gran cosa.