COHETE

Reflex Zenit

Dijo el cartero que debe haber estado rodado por las oficinas de correos varios meses, tu nombre está escrito bien claro y procede de Alemania, pero me extraña que la dirección sea de la casa donde naciste y donde hace años que ni tu ni yo vivimos, significa que la envía alguien que te conoce desde niño pero el remite no me dice nada.

Mi madre se desgañitaba intentando explicar, pero no había nada que explicar, en ocasiones intentamos parecer serviciales para satisfacer nuestra propia curiosidad y estaba claro que mi madre se moría de ganas por saber quien era el tipo que figuraba en el remite de la carta que aquella mañana había llegado a sus manos pero que iba dirigida a mi.

Tranquila mamá, no pasa nada, dime lo qué pone el remite

Julian Vértiz
Schorbachstrasse 4
61169 Friedberg
Alemania

No me doy cuenta pero no te preocupes, la pones en un sobre más grande y me la mandas. Cuidate, un beso.

Por entonces llevaba meses sin ver a mi madre, trabajaba duro y nunca encontraba el momento a sabiendas de que visitarla suponía además, perder un día o acaso dos, dada su personalidad tan absorbente.

No le sonaba el nombre porque a Julián Vértiz apenas nadie lo conocía por su verdadero nombre, normalmente utilizáramos su mote “Cohete”, cosa que a él le daba igual, lo que no ocurría con su madre de la que había heredado el cognomento y que adoptaba su perfil pantera si escuchaba en boca de alguien su apodo “la cohete”.

A mayor abundamiento, Julián Vértiz no guardaba apego por el apellido de su padre al que no conoció porque los abandonó cuando aún no había nacido por eso algunos vecinos también se referían a él como el hijo de soltera. Era un chico endeble y delicado, prudente y educado casi en exceso y sobre todo muy inteligente, de los que siempre destacan en el colegio. Había nacido a dos quintanas de mi casa y siempre hicimos buenas migas, apreciaba también a su madre de carácter huraño y de conducta disruptiva, a buen seguro derivada de una vida nada fácil. Era de estatura baja y regordeta desprolija en la higiene y el vestir al contrario que su hijo, siempre de punta en blanco y a la búsqueda del champú más adecuado para su pelo, el rasurado más apurado para su cara y el mejor cuidado de sus uñas. Pero sobre todo, “cohete” era un lector ávido y la sufrida vida de su madre fregando escaleras y limpiando las oficinas y portales de los señoritos, había generado en él una acusada conciencia de clase que lo llevó a contactar con gente de la clandestinidad.

En la iglesia, detrás de la sacristía había una habitación que se decía de los trastos, donde el cura, un tipo listo y empático guardaba aquellos elementos que no se utilizaban en el día a día como la peana a modo de angarilla en la que se sacaba al santo los días del patrón pero que no se volvía a utilizar hasta el año siguiente, era por lo tanto un habitáculo poco frecuentado que se mantenía bajo llave.

Las prohibiciones de reunión impuestas por la administración franquista que no se suavizaron hasta junio de 1976, impedían a los jóvenes crear los espacios de libertad que anhelaban y por ello los que no estábamos de acuerdo con la atmósfera asfixiante que se respiraba, acudimos al cura todavía joven, conocedor de nuestras inquietudes e interesado por mantenernos cerca pues atisbaba los nubarrones que se avecinaban en lo que a asistencia de fieles al culto se refiere y quizá por ello nos ofreció enseguida la posibilidad de acondicionar y utilizar aquella amplia habitación que a la postre convertimos en un lugar de reunión clandestina al que acudían grupúsculos anti régimen de toda condición pero sobre todo hijos de rojos.

“Cohete” y yo fuimos asiduos desde el principio y junto con Álvaro “el cazurro”, al que denominábamos así porque sus padres eran oriundos de León, formamos el trío en el que recayó la responsabilidad de mantener el orden, cuidado y concierto del “Aula de participación juvenil” que es como pasó a llamarse a partir de entonces el cuarto de los trastos. Por ende deberíamos cuidar las reuniones para mantenerlas dentro de unas directrices que el sacerdote consideraba fundamentales para que la cosa no se fuera de madre y termináramos todos pagando el pato ante una autoridad con la que no se podía andar jugando.

Aquello duró algunos años y “cohete” se involucró también en otros menesteres como las catequesis, asesoramiento a los que acudían con la intención de contraer matrimonio, etc., de alguna manera actuaba como secretario del cura en lo que entendía una forma de pagar los servicios de la iglesia a nuestra causa. Pero también obedecía a la estrategia de que nadie sospechara acerca de nuestras actividades.

Aquello era todo lo subversivo que podía darse, tratándose de inocentes chicos de bachillerato con intereses e ideología diversa pues he de reconocer que tanto unos como otras acudían mayormente por la cosa de ligar, no en vano fueron varias las parejas chavales que asistían a las reuniones y que terminaron consolidando una relación.

Julián Vértiz terminó desarrollando una cierta paranoia. Se le metió en la cabeza la obsesión de viajar a la URSS con la única intención de tantear como era aquello para si más tarde cuadraba, quedarse incluso a vivir para siempre. Muchas veces fue motivo de discusión entre los tres porque Álvaro, más de acuerdo conmigo, consideraba la empresa totalmente descabellada.

Tenía hecho un escandallo del costo pormenorizado del viaje en el que había contabilizado incluso el número de bocadillos que consumiría, el costo de cada uno de acuerdo con el contenido y otros extras de un viaje que mayormente se llevaría a cabo en autoestop, modalidad que en aquellos años sobrevalorábamos a consecuencia del cine donde se escenificaban apasionantes episodios vividos en ese tipo de trayectos.

Lo interrogábamos sobre lo que esperaba encontrar y por qué entendía que iba a ser bien recibido, pero él lo tenía todo calculado. Sacaba a relucir la monserga del famoso oro de Moscú, la letanía de que Negrín envió las reservas de oro del Banco Central de España a la Unión Soviética para sufragar el material bélico que Stalin estaba dispuesto a vender a la República, pero como aseguraba que del material comprometido tan solo nos llegó una pequeña parte, lo que para él supuso que los republicanos perdieran la guerra, consideraba que estaban en deuda con nosotros y por eso, los españoles siempre seríamos bien recibidos en aquel país en el que no había pobres ni regímenes totalitarios como el nuestro.

Era evidente que tenía idealizada Rusia y nosotros tampoco teníamos argumentos para rebatir su tesis más allá del miedo que en nosotros producía el simple hecho de salir de nuestra limitada zona de confort. Las discusiones discurrían unas detrás de otras, solo interrumpidas por breves periodos durante los que tomaban protagonismo sus abundantes enamoramientos, porque Julían era muy enamoradizo y tan pasional, que alguna vez protagonizó situaciones bastante cómicas como el episodio vivido con la Conchita, una chica de catorce años, pecosa y diminuta, vestida siempre con ropa clásica de marca y permanentemente colgada del bracete de su madre. Se enamoró de ella perdidamente una tarde que lo mantuvo la mirada y la sonrisa, así como una posterior conversación a la salida del instituto, según él, tan breve como intensa y romántica. La estuvo espiando, observando durante días, meses diría yo. Sabía donde vivía, a que hora acompañaba a su madre los sábados para tomar café en una cafetería del centro e incluso averiguó que su abuelo tenía una finca en los que pasaba algunos fines de semana.

Por fin un sábado, consiguió acercarse a compartir mesa y tomar café con ellas, presencié de lejos la escena que parecía más propia de otro siglo, pero a pesar de lo ilusionado que estaba, nunca llegaron a salir solos, la cosa pasaba por efímeros encuentros a la salida del instituto o paseos con su madre presente. Por las noches miraba su ventana desde la acera de enfrente hasta que la luz se apagaba.

Un día se presentó nervioso y ansioso por contarnos sus cuitas, estaba abatido, hundido en la miseria y una y otra vez repetía que no volvería a ver a su Conchita del alma, que todo había terminado entre los dos. Insistimos hasta que nos contó los detalles, provocando hilarantes risas que lo sacaban de sus casillas más aún de lo que ya estaba.

Fue un lunes, el día antes había acudido a las proximidades de la huerta de su abuelo con la intención de intimar un poco más pero no sabía como hacerlo de modo que estuvo espiando desde una cierta distancia para ver si le podía hacer una señal o enviar un mensaje. Llevaba un espejo con que poderla deslumbrar de lejos para que se percatara de su presencia pero estaba nublado y ni eso conseguía. El caso que en un momento dado la vio discurrir junto a los arbustos que separaban la finca del camino y no se le ocurrió otra idea que andar por el camino en silencio para ver hacia donde se dirigía hasta que por fin ambos, uno por cada lado de la riestra de arbustos se detuvieron.

Se mantuvo en silencio para ver que ella no se percatara de su presencia y cuando por fin se enteró del motivo que la había llevado hasta allí, se le vino el cielo encima. Conchita como era habitual en los pueblos, anduvo hasta el final de la finca con la intención de alcanzar el punto más alejado de la casa, donde apenas se la viera para protegida por la hierba y los arbustos, defecar discretamente y ni por lo más mínimo sospechaba que podía estar siendo observada desde el otro lado por Julián que había quedado paralizado con el espectáculo. Había idolatrado a Conchita hasta el punto de no verla capaz de protagonizar un acto tan vulgar y necesario como el de expulsar las heces y no pudo superar la decepción.

Con el tiempo las reuniones se fueron haciendo más y más populares y con la intención de que pasaran lo más desapercibidas posibles, lo fuimos convirtiendo en una especie de ateneo, exhibíamos películas, organizábamos foros de discusión acerca de los derechos de la mujer a propuesta de ellas porque eso creaba mucho debate y asistencia, e incluso planeábamos fiestas que luego se llevaban a cabo en alguna cuadra o local de los padres o abuelos de los participantes.

Un día apareció Helga una rubia muy guapa de melena larga y ojos claros que parecía venir de otra galaxia ya que su piel rosada, sus desarrollados senos y su desparpajo se alejaba considerablemente de los estándares que se manejaban en nuestro barrio lo que produjo en parte algún rechazo por parte del elenco femenino, supongo que por celos, pero el enamoramiento de nuestro amigo que con su erudición e ingenio intentó impresionarla desde el primer momento, fue inmediato.

Averiguó que Helga y por eso nadie la conocía, era hija de un emigrante español, un republicano que ante el temor de que las envidias le pasaran factura prefirió quedarse a vivir en Alemania donde contrajo matrimonio con su madre de origen polaco. Su padre aunque podría haber vuelto por no tener causas pendientes con la justicia pues nunca pasó de soldado raso, prefirió no hacerlo hasta que cambiara el régimen o falleciera el dictador cosa que no ocurrió hasta unos cuantos años más tarde pero quería que su hija viniera a España aunque solo fuera por periodos limitados para que se impregnara de nuestra cultura. Se quedaban en casa de los abuelos paternos tanto ella como su madre, una mujer igualmente atractiva a la que apenas llegué a conocer.

La atracción entre los dos fue mutua por lo que prácticamente desapareció de nuestro lado, dejo de tener tiempo salvo para asistir a las reuniones o discutir los pormenores de la gestión que teníamos comprometida como responsables del ateneo cultural. En muchas de esas reuniones también participaba Helga con la que a veces chocábamos pues aun siendo encantadora se daban confrontaciones culturales muy evidentes basadas en la diferencia entre la educación recibida en un país libre como el suyo y el de una sociedad religiosa, cínica y reaccionaria como la nuestra.

Supimos que habían estado hablando del famoso viaje a la URSS, ella estaba de acuerdo en acompañarlo, tenía familia en la Alemania oriental y al igual que él, sentía curiosidad por conocer aquel país. A nosotros nos parecía una quimera fruto de la fiebre amorosa que vivían pero no fue así y al final del verano siguiente “cohete” desapareció con Helga dejando a su madre envuelta en un valle de lágrimas. Había preferido a Helga y, como hiciera su padre en otros tiempos, la había abandonada sin apenas despedirse lo cual solo era así hasta cierto punto porque es verdad que fue un poco precipitado, pero marchó con la promesa de llevarla con él tan pronto como consiguiera asentarse y trabajar. A nosotros prometió escribirnos. Nos decía que Helga era muy liberal, que lo había ayudado a madurar en dos días, lo que parecía evidente pues había cambiado mucho. Dijo que nos escribiría y que tan pronto encontrara un modo de hacerlo, nos invitaría a seguirlo hasta Rusia, sobre todo a Alvaro al que, cada vez más desengañado de fraguarse un camino en la vida, estuvo casi a punto de irse con él.

No recuerdo cuantas cartas recibimos tras su marcha pero supe que había encontrado trabajo en el servicio de correos alemán gracias al padre de Helga que conocía gente del sindicato y en alguna de esas cartas también decía que le estaba gustando Alemania y que por fin iba a protagonizar el viaje anhelado junto a su novia.

Alfredo Calderón
Queveda, 234, Santander (España)

Es lo que figuraba en el sobre, pero lo primero que llamaba la atención era la fecha del matasellos, había sido franqueada en Friedberg dos años y medio antes de que llegase a mis manos lo que venía a decir que había estado rodando por las distintas dependencias de correos sin que nadie tomara la decisión de devolverla a su remitente en un malabarismo de ineficacia encomiable, máxime cuando hacía más de 20 años que nadie residía en aquella vivienda y con la agravante de la poca precisión que tuvo “cohete” al escribir la dirección pues de sobra sabía que Queveda no era una calle de Santander sino una pequeña localidad perteneciente al municipio de Santillana del Mar, si bien en nuestra infancia, la denominación Santander comprendía toda la provincia mientras que la afección regional de Cantabria se impuso bastante más tarde y acaso por eso el detalle se le pasó por alto. También estaba claro que algún vecino orientó al cartero sobre la nueva residencia de mi madre o jamás nos hubieran encontrado y el escrito se hubiera perdido.

Estimado amigo:

Estoy seguro que te ha sorprendido, espero gratamente, recibir esta carta después de tanto tiempo. Te lo debía, fue una obligación que adquirí a mi marcha a pesar de que por circunstancias no sencillas de explicar lo fui aplazando. De tu casa al menos recordaba el número pero no he podido escribir a Alvaro porque volvió a su tierra natal en León y desconozco la dirección.

Uno se miente, se culpa, se arrepiente y se pone excusas cuando procrastina, intentando encontrar explicaciones que lo justifiquen, pero lo cierto es que no tardé en darme cuenta de cuanto me estaba gustando Alemania y el padre de Helga, un gran tipo que ha significado mucho para mi, llegando a considerarlo como el padre que no tuve. Alemania supuso un descubrimiento asombroso, me encontré con una nación donde podías palpar la libertad, donde el aire no parecía tan irrespirable como ahí, el lugar donde ver venir a un guardia no te producía ganas de cambiar de acera para no toparte con él y casi terminé por olvidar donde había nacido, por no decir repudiar el país del que procedía.

Gracias a su padre pronto comencé a ganarme la vida de forma seria y continuada en la estafeta de correos local y fui feliz en su casa paterna mientras duró nuestra relación. Al principio ambos estábamos resueltos a subir hasta Rusia pero pidió ayuda a su padre y éste torció el morro, desviando la conversación. Una tarde me invitó a acompañarlo en un viaje de trabajo y de paso hablarme de Rusia.

Durante el viaje me contó que lo pillaron los franceses junto a un puñado de republicanos, huyendo de España a través del pirineo oscense y lo recluyeron en un campo de concentración del sur de Francia que se vació a la entrada de los nazis. Luego pasó por distintas dependencias carcelarias hasta recalar en el peor de los destinos, Auschwitz aunque por suerte no terminó como otros en los crematorios. Como yo pero él con más razón, siempre soñó con aposentarse en la Unión soviética, su horizonte de libertad y cuando los rusos liberaron el campo vio la oportunidad de hacerlo.

La primera vez que pisó suelo ruso fue en Volgogrado, antigua Stalingrado en permanente reconstrucción, pero cinco años más tarde estaba trabajando en la Zenit, una fábrica de cámaras fotográficas ubicada en la actual Bielorrusia. Os tenéis que desengañar, no esperéis nada de aquella Rusia que idealizamos o terminaréis tan desilusionados y jodidos como yo. En Bielorrusia me topé con lo peor y lo mejor del sistema y no me gustó ni lo uno ni lo otro. Como en el régimen socialista impuesto por Moscú no existía el paro, pero tampoco había trabajo para todos, entré en la fábrica con un sueldo subvencionado y mísero que me permitía pagar los gastos de alquiler, luz y agua de un apartamento propiedad del estado en una urbanización que ocupaba tres manzanas de mas de 6 kilómetros perimetrales. Era conocido por “El gulág de la Zénit” por sus condiciones de insalubridad y humedad. Por otra parte en el contrato laboral entraba el rancho diario de dos comidas en las propias dependencias de la fábrica y el poco dinero que me sobraba lo gastaba en vodka. La fábrica tenía trabajo para menos de 150 obreros pero eramos casi 500 por lo que me tiré dos años y medio sentado en una silla sin hacer nada, salvo las prolongadas caminatas por los largos pasillos de las instalaciones que se habían montado sobre un viejo e inmenso hangar en otros tiempos utilizado para el montaje de aviones de guerra.

Sino hubiera encontrado la oportunidad de venirme a Alemania fruto de un acuerdo bilateral hubiera muerto desquiciado y con el hígado reventado. Me puedes creer, nada se os ha perdido allí. Los alemanes buscaban en Bielorrusia trabajadores con experiencia en la fabricación de cámaras fotográficas para colaborar en la industria óptica LEICA que se estaba instalando en Wetzlar, la parte occidental del país, pero pronto se dieron cuenta de que lo más cerca que había estado de una cámara era cuando me colgaba al cuello la reflex Zenit que me traje de recuerdo y ya ves, acabé trabajando de jardinero para la municipalidad de Friedberg, donde recalé después de someterme a varios cursos de reciclaje laboral.

También hubo cosas buenas, como conocer a la mujer polaca que se convirtió en la madre de Helga y que es lo mejor que me ha ocurrido en la vida, pero a fuer de ser justo, debo decir también que trabajar en la Zenit me dio la oportunidad, aunque fuera de carambola, de residir en un país donde se respiraba libertad.

Fui republicano, rojo y sindicalista pero en Rusia llegué a la conclusión de que el comunismo consiste en todos iguales, todos pobres y todos tristes. Un pueblo ciego en el que cuatro videntes viven como reyes a costa de ellos, como ves, nada diferente bajo el sol. El capitalismo por otro lado, es “quien la pilla para él” pero al menos tienes alguna oportunidad y ya me ves ahora, estoy afiliado a la Unión Demócrata Cristiana, un partido de derechas aunque, todo lo hay que decir, son ellos los que me dan de comer.

A pesar de que la memoria siempre juega a favor de la versión de los hechos más acorde con el relato que cada uno desea componer de su vida, después de escuchar la extensa exposición del padre de Helga, se me quitaron las ganas de pisar suelo ruso.

Con el tiempo nuestro amor también fue derivando hacia el tedio y un mal día Helga decidió poner fin a lo nuestro y desde entonces apenas nos vemos ni hablamos. Se casó con un arquitecto alemán que no cumple con el estereotipo pues tiene los ojos marrones y ni es alto ni es rubio, pero algo tendrá cuando ella le ha dado los hijos que me negó a mi. A pesar de que apenas nos vemos he procurado portarme con ella de la manera más honesta posible porque estoy convencido que hay una honestidad abrumadora en respetar los demonios de aquel a quien amamos. Incluso acudí a las fiestas que organizó con motivo del bautismo de sus dos hijos pero aparte de eso solo ha quedado silencio entre los dos.

Seguí viviendo en casa de sus padres por un tiempo, hasta que por fin decidí independizarme y alquilar un apartamento aunque sin perder en ningún momento el contacto con su padre y desde luego, pensando con frecuencia en nuestra adolescencia y en que deberíamos aprovechar el momento que vivimos a tope, porque algún día terminas recordando ese momento como increíble, inolvidable y lamentas como lo hago yo ahora, no haberlo aprovechado y exprimido totalmente.

Supe que mi madre murió como vivió, sola, pobre y sin aire a consecuencia de un enfisema pulmonar cuando estaba ya jubilada y pensionada y pensé que ni con dinero siquiera la muerte es igual para todos por mucho que se empeñen los jodidos pobres que sueñan con alguna suerte de justicia. Vivió y murió como si no hubiera sitio para ella y es que quizá no todos encajan en este mundo. Quizá hemos construido un mundo en el que no encajan todos y por eso ha de haber excluidos, no obstante estoy convencido de que fue feliz a su manera porque sabía encontrar la felicidad mirándose en el espejo de la felicidad de los otros.

Otro mal día, el padre de Helga sufrió un infarto cerebral tras el que le sobrevino algún tipo de demencia y su mujer que vivía para entonces con Helga y los nietos, decidió internarlo en una residencia donde cada fin de semana lo estuve visitando hasta que dejó de reconocerme. No volví a ver a Helga ni a su madre. Nunca hacemos lo que queremos porque parece que solo podemos complacer a los demás y por eso no les culpo, pienso que alguna razón tuvieron para hacer lo que hicieron.

Recientemente han empezado a administrarme quimio porque me extirparon un pulmón en el que detectaron un nódulo canceroso sin metástasis para evitar la fatalidad de que se reproduzca en el otro.

A veces los hombres necesitan creer que ya no son niños asustados pero no es verdad y aunque realmente pienso que uno debería abandonar esta vida cuando ya ha cumplido su cometido en ella, estoy tan asustado que no he querido pase un día más sin escribirte y saldar de esa manera lo que considero mi única deuda con la vida. Ojala podamos volver a encontrarnos algún día. Te envío un fuerte abrazo.

Respondí a su carta, pero no obtuve más noticias de “Cohete” por lo que me temo que definitivamente, lo nuestro ha quedado saldado.