El nombre de Alberto, le parecía a su madre demasiado serio para un niño tan espigado y frágil como aparentaba su hijo pequeño y por eso lo llamaba Albertito, pero a medida que este fue creciendo comenzó a manifestar lo poco que le complacía el diminutivo porque los niños se burlaban en el colegio convirtiéndolo en la diana de sus bromas llamándolo pito-pito, sea como fuere toda la familia terminó por reconocerlo como Albert que sonaba más universal.
Por su afición a la bici se le intuía un futuro profesional dentro de alguna escuadra importante, disputando «volatas» o participando en subidas a puertos legendarios, incluso su tía que debido a su condición de acondroplásica, fue a temprana edad beneficiaria aventajada de la herencia paterna, le compró una de las profesionales de doscientos mil duros pero a medida que la adolescencia avanzaba y las hormonas iban haciendo su trabajo, los entrenamientos a las cinco de la mañana con heladas incluidas le fueron desanimando y la bonita y costosa bicicleta terminó colgada de unos ganchos y cubierta de polvo en la cuadra de su padre.
Su horizonte laboral estaba claro que era francamente mejorable, pero las alternativas no eran muchas. Durante el tiempo que le dedicó a la bici, los estudios pasaron a un segundo plano y a cierta edad, el tiempo perdido se recupera con dificultad. Para colmo, habían pagado su matriculación en un colegio superior para prorrogar el servicio militar, aunque a la postre tuvo que cumplir con la patria, de modo que a los veinticinco años sus padres se devanaban los sesos por encontrar para él un espacio laboral que impidiera se convirtiese en lo que hoy llamaríamos un “nini”.
Por suerte para él, aquel niño espigado y frágil al que sus compañeros de colegio llamaban pito-pito a modo de burla, se había convertido en un buen mozo fuerte, robusto y atractivo. Las dotes de buena cocinera de su madre a buen seguro tuvieron que ver algo en ello de modo que no tardó en encontrar trabajo en un gran almacén de muebles desempeñando el puesto de vendedor. Era simpático y las señoras, principal objetivo para llevar a buen destino su gestión comercial, se lo rifaban con la mirada por lo que pronto destacó sobre el resto de sus compañeros.
En las reuniones con gerencia que se celebraban cada mañana también se mostraba activo y colaborador, proponiendo el tipo de muebles que entendía más adecuados para la venta o aquello que a su juicio le parecía mejorable. Eso supuso que el jefe de compras comenzó pronto a contar con él en las visitas de los representantes como asesor y de ahí a que la gerencia lo nombrara segundo encargado de compras, solo hubo un paso. Pronto Albert contó con su propio despacho donde se encargaba de llevar a cabo un primer triaje de artículos que a su juicio serían recomendables para promocionar en exposición.
A pesar de que facturaba mucho, la pyme para la que trabajaba no dejaba de ser una empresa familiar dirigida a la vieja usanza por lo que caer bien a los jefes, todos ellos hermanos o primos, era fundamental y las mismas cualidades que en su día facilitaron que su tía diera un pellizco a la herencia para regalarle una bici de primera, sirvieron ahora para que fuera encumbrado acaso por encima de lo recomendable para su salud moral. Así, llegó a jefe de compras, encargado de vendedores y supervisor de entrega de productos, sentándose en el consejo de dirección con el resto de la familia como si de uno de ellos se tratara.
Todo parecía sonreírle al joven Albert, pero es bien sabido que cuando uno cosecha muchos éxitos, a la par brotan también algunas envidias o cuanto menos suspicacias y llegó un momento en el que su gestión fue puesta en entredicho por algunos de sus compañeros y la primera pregunta que circulaba entre ellos surgió por su casa nueva.
En no demasiado tiempo, había contraído matrimonio civil, su chica estaba embarazada, se había hecho con una casa en un pueblo de la costa que había reparado, acondicionado y amueblado completamente y había cambiado de coche lo que a juzgar por algunos era demasiado para el sueldo de un simple encargado.
Si era o no producto de envidias o entrometimientos gratuitos en su vida privada estaba por ver, pero la empresa parecía mostrarse satisfecha con su gestión y sobre todo, con su capacidad de trabajo pues nada decía que a consecuencia de sus múltiples tareas, dejara algo de lado. Además, cada mañana llegaba el primero y cada tarde solía marchar el último, teniendo además la picardía de intentar coincidir con alguno de los jefes para invitarlo a una última cerveza y así dejar constancia fehaciente de su dedicación.
Cada vendedor al finalizar su jornada de trabajo depositaba los boletos con sus ventas detalladas y revisadas en una bandeja dentro de su despacho. Impresos que nada más entrar Albert recogía y revisaba para comentar, en caso de que hubiera algo que mereciera ser hablado, en la primera reunión de la mañana. Con bastante frecuencia estas reuniones terminaban siendo incómodas para los vendedores porque se convertían en «un tira y daca» sobre la gestión. Si se trataba de una venta simple, por ejemplo, una lámpara, alfombra o algún otro complemento, pasaba sin más, pero en caso de tratarse de un dormitorio, un tresillo o un comedor, Albert disparaba el interrogatorio y preguntas como ¿Le interrogaste al respecto de si ya tenía una alfombra, lámpara en el techo, mesita auxiliar, mesa de centro, lámparas para las mesitas de noche? Y si la respuesta del vendedor no le satisfacía, el interrogatorio se convertía en una reprimenda del quince.
La empresa invierte mucho dinero en publicidad para lograr traer gente a la tienda –argumentaba– y la gente no viene para charlar con vosotros, ni ver una película, fundamentalmente vienen a comprar y vosotros solo tenéis que ayudarles a hacerlo, tomar nota y esperar a final de mes para recibir una comisión, un sobresueldo extra para compensar vuestro esfuerzo y si ese esfuerzo no se lleva a cabo, nos tendremos que plantear si estas condiciones conducen a algo positivo o no.
Luego, si se daba la oportunidad o la coincidencia, extendía ante todos alguna venta suya como ejemplo y arengaba. Ayer esta señora venía por una habitación puente para sus hijas sin embargo, yo conseguí venderla tres alfombras para poner entre las dos camas y a los pies las mismas, lámpara para el techo y para las mesitas de noche, un cuadro, en este caso fue un crucifijo porque son muy religiosos y las cortinas. Para poder hacer esto, después de haber intuido sus gustos a través de la charla, que para eso hablamos no para enterarnos de donde pasaron las vacaciones, les fui enseñando y sugiriendo piezas para al final, una vez convencidos incluirlo en el pedido de manera definitiva. Para eso nos pagan y por ese esfuerzo extra son las comisiones.
Así con cada vendedor y cada mañana, poniendo en evidencia si lo creía conveniente, su gestión y su trabajo con apercibimiento de tomar medidas. Sabía que algunas veces los jefes escuchaban estas arengas y que disfrutaban con ellas por lo que exageraba las formas, pero de la misma manera sembraba odios.
También con el departamento de almacén tenía lo suyo. En ventas recogía las quejas de los clientes por entregas deficientes o reclamaciones sin resolver y en las reuniones de la tarde, antes de marchar los ponía a caldo, llegando incluso a mandar a dirección al encargado del almacén por algún problema concreto aunque se tratara de un asunto que podían haber resuelto entre ellos.
Uno de los problemas que se le presenta a un mando intermedio como era él en una empresa de ese tipo, es el exceso de confianza, en este caso agudizado por sufrir Albert algo parecido al síndrome del impostor, arrogándose merecimientos de los que carecía y esto, no pasaba desapercibido para los compañeros que a diario compartían su espacio.
Resultaba un tanto singular que en relativamente poco tiempo, había pasado de ser un simple vendedor a controlar una parte de las compras con el beneplácito del jefe de compras, la gestión de la venta de todos mientras él continuaba siendo un vendedor más en competencia con el resto y el control de almacén, supervisando la gestión, incluidas las entregas de cada día. Parecía un milagro la manera en la que encontraba tiempo para todo, pero los jefes estaban cada día más satisfechos con él.
Sin embargo, muchos y por distintas razones lo tenían ganas y si ocurría algo que pudiera poner en entredicho su gestión, era evidente que se haría público o al menos llegaría a oídos de gerencia. Por eso aquella mañana del mes de julio, cuando todo el mundo estaba pensando ya en la organización de sus vacaciones, ocurrió lo que cabía esperar. En el departamento de contabilidad revisan una factura de un proveedor habitual que contiene 10 sofás de piel, pero el albarán que lo acompaña (una copia de calco), contiene 11 y el contable pregunta a Albert que, con habilidad y reflejos considera que se debe a algún error, aunque no le parece necesario llamar para comprobarlo, otra cosa sería, –arguye– que el albarán contuviera diez y cobraran once, si cobran de menos allá ellos y la explicación aunque aparentemente fue suficiente para el contable, tomando el vermú al mediodía, lo comento con la gente de almacén y el encargado dijo que efectivamente eran once, pero que uno lo devolvieron al camión porque dijeron haberse equivocado aunque él se había dado cuenta de que su etiqueta tenía el nombre de la empresa con otra dirección por lo que juzgaba que allí pasaba algo raro, pero tampoco quería complicarse la vida.
Era evidente que si Albert no había conseguido sembrar el miedo entre la gente, sí algo parecido porque nadie quería tener problemas con él. El caso, que al día siguiente, el contable para el que la fidelidad era lo más importante, consideró por su cuenta e independientemente de las indicaciones del resto que lo debía poner en conocimiento de sus superiores y se lo hizo saber al jefe de compras, que era además hermano del gerente y solo se tranquilizó cuando este le quitó importancia al hecho. Era evidente que los beneficios que aportaba la gestión de Albert eran superiores a los que podía sembrar aquella pequeña sospecha y aquí paz y después gloria.
Unos días después Albert, especialmente considerado con sus superiores, invitó a estos al cumpleaños de su hijo que celebraban en su nueva casa. Comerían unas chuletas al aire libre en la pequeña parcela que rodeaba la casa. Uno de los que asistió a la comida era el jefe de compras que se mostró encantado con el sitio, el clima y la compañía.
Mientras Albert preparaba la improvisada barbacoa, su mujer menesterosa y deseosa de caer bien a los dueños de la empresa para la que trabajaba su marido, los mostró todas las dependencias de la casa. Les gustó especialmente el pequeño rincón que el anfitrión se había procurado en un desván coronado por un abuhardillado de madera de pino. Había dispuesto en aquel espacio pocas cosas, pero con mucho gusto, una mesa pequeña de madera, un sillón con respaldo alto que invitaba a la siesta y un sofá amplio de piel en el que su mujer jocosamente comentó que lo puso por si un día discutían y tenía que dormir en él, lo que invitó a que el jefe se recostara para testar su comodidad, riendo ampliamente ambos por el suceso.
Todos ya al rededor de la comida, el jefe de compras preguntó a Albert sobre el sofá, si era de los nuestros le dijo, a lo que él respondió afirmativamente sin percatarse de la señal que estaba enviando al enrevesado cerebro de un jefe de compras experimentado.
Al día siguiente, este recabó mayor información del contable sobre aquella factura y a continuación presionó al representante de la fábrica, logrando averiguar que ellos sirvieron diez y cobraron diez, ¿dónde radicaba el problema? Se preguntaba. El onceavo era un regalo que ellos habían decidido hacer a Albert por lo extraordinariamente bien que les atendía siempre.
El jefe de compras echó tierra en el asunto quitando importancia, pero lo habló con el resto del grupo directivo, sospechando que todos menos ellos en la empresa, sabrían seguramente a esas alturas, que ese tipo de deslealtad era una práctica si no habitual, si frecuente y sabido es que en una empresa se perdona casi todo menos eso, la deslealtad por lo que hablaron con él y poco importaron sus acciones en beneficio de la empresa que fueron muchas hasta ese momento, que al mes siguiente, Albert había sido despojado de cualquier competencia excepto la de vendedor para la que fue contratado a su ingreso, para al cabo de un tiempo terminar por marchar de la empresa sin que transcendieran las razones que lo empujaran a hacerlo porque el contable, único que estaba al tanto de todo, era una tumba y a ella se llevó el secreto.
Mayo 2021