Fernando Marías, el escritor que murió mil veces y del que a través de su obra aprendí que todos debemos asumir con valentía la consecuencia de nuestros errores, nos ha dejado definitivamente. Las redes sociales, los círculos literarios, grupos de WhatsApp y prensa han estallado con un denominador común en sus comentarios, se ha ido demasiado joven.
Una de las despedidas que más me ha gustado la firma Berna González Harbour en El País. Yo también tuve ocasión de escucharle durante su última visita a La semana negra de Gijón. Me encantó hacerlo, aunque ya lo conocía bien a través de su obra porque los escritores son lo que escriben o eso me gusta pensar y en ese sentido él no morirá nunca.
La muerte es esa circunstancia tan cotidiana que procuramos no comentar, de hecho más cotidiana que el nacimiento a la vida y de ahí el déficit demográfico del que si se habla en demasía a pesar de ser falso porque para corregirlo bastaría con abrir las fronteras a seres que son excedente en otros lares.
Todos en el momento de nacer estamos condenados a muerte, es un hecho irreversible del que deberíamos hablar más para que nunca nos sorprendiera su presencia. Decía Emile Ciorán, uno de mis filósofos de cabecera, en su libro El aciago demiurgo, que quien no muere joven, merece morir.
Sesenta y tres años no es ni poco ni mucho. Es la edad a la que murió mi padre reventado por el trabajo y sin poder disfrutar de su jubilación. Debo reconocer que su muerte me importó más que la de Fernando Marías a pesar de lo que lo admiro. Y lo ha hecho en el momento que le tocaba hacerlo y nunca más joven ni más viejo, por ejemplo, que la mujer que hace unos días falleció al precipitarse a las vías del tren en La Corredoria (la enésima persona ya), pero de lo que apenas se ha leido una breve reseña en prensa porque el suicidio o la enfermedad mental son aún más tabú que la propia muerte.
Como bien dice Berna en su artículo, ahora toca escribir sobre su muerte y ya lo estamos haciendo. Descanse en paz.