Fundamentalismo de la moderación

En «Los pobres«, uno de los «Articuentos escogidos«, nos dice el autor con su acostumbrado ingenio que el 80 por ciento de la población mundial está constituida por pobres que no vemos, aunque ellos viven con la boca abierta, como bacterias, esperando que les caiga algo de nuestros cubos de basura, y cada vez que realizamos un gesto cotidiano, como el de firmar un tratado de libre comercio o solicitar un préstamo a bajo interés, miles de ellos perecen ahogados en la tinta de la pluma. A veces, desde los pelos de una alfombra fabricada en la India o desde el corazón de la selva Lacandona, nos llega un alarido que el fundamentalismo de la moderación no nos deja escuchar.

Y quería destacar ese fundamentalismo de la moderación, porque en uso de él, se suele ensalzar vehementemente las donaciones de los grandes magnates sin señalar las fuentes de sus fortunas o la mecánica de sus impuestos y en esa especie de metamorfosis que vive el periodismo, navegando desde la objetividad hacia lo socialmente correcto, hay todo un mundo en el que no encuentro sosiego.

El racismo y el darwinismo social están tan sumamente arraigados que al principio todos asumieron equivocadamente que la covid-19 era mortal solo para los ancianos y bajaron la guardia.

El catedrático Nil Santiáñez, autor de libro «Del mal y sus signaturas» nos recomienda echemos una mirada ética que no estética, al mal contemporáneo: “Hacinar a trabajadores en una fábrica, pagar sueldos infames, imponer políticas económicas que hunden a países enteros, desplegar medidas que aumentan las desigualdades económicas o contaminar el medio ambiente, son actos desaprensivos y moralmente injustos que perjudican de manera escandalosa el bienestar y la salud de las personas, el futuro de las nuevas generaciones y la vida del planeta en general”. Porque mirar de frente al mal con una mirada estética como lo hiciera, por ejemplo Capote, cuando escribió A sangre fría puede ser peligroso.

El Gobierno, sucumbiendo a la corriente chino-coreana, elige Canarias para poner en marcha una app para móvil de rastreo de contagios por el coronavirus. Los políticos son sordos y medio ciegos y no escucharán a Cathy O’Neil, una científica de datos y matemática que define los algoritmos como «armas de destrucción masiva» por cumplir tres requisitos, ser opacos, dañinos para una buena parte de la población y actuar a gran escala; pero además, al estar presentes en multitud de sectores, suelen enriquecer a los ricos y empobrecer más a los pobres aumentando con ello las desigualdades.

Por lo tanto, pensar que una app pueda controlar una pandemia como la que sufrimos es tan absurdo como creer que los algoritmos puedan solucionar la vida a nadie, sobre todo porque la aplicación depende de Bluetooth y esa tecnología solo la tienen los smartphones, lo que significa que los más vulnerables como presidiarios, gente mayor o los sin techo, quedarán fuera de su control.

El filósofo coreano afincado en Alemania Byung-Chul Han, cree que la violencia que el ser humano ejerce contra la naturaleza se está volviendo contra él con más fuerza y por ello después del Covid-19 vendrán otros reveses.

Cuando me pregunto si no puede haber algo de eso, leo una entrevista al cineasta japonés Hirokazu Kore-eda, confinado en su país natal en la que dice: ¿Y si el ser humano es el virus del planeta Tierra?¿Y si ha sido una emergencia que esperaba desde hace tiempo? Me pregunto esas cosas mirando al cielo más bonito que haya visto jamás gracias al menor movimiento de gente.