CUADRO SIN TÍTULO

Sillon lounge_chair_xl_charles_eames

Ante la imposibilidad de evitar los charcos y para que no se mojaran sus pantalones más de lo que ya estaban, sacudió con energía su empapada gabardina de tres cuartos víctima de la pertinaz lluvia que a juzgar por como caía parecía que no iba a cesar nunca.

Había decidido dejar el coche en el garaje y volver a casa en transporte público por si efectivamente se presentaba la tormenta con la que los servicios meteorológicos venían amenazando a la población desde hacía días.

No te puedes hacer mayor, –pensó contrariado– unas gotas en el parabrisas y ya no ves lo suficiente para sentirte seguro al volante. La edad pone a cada uno en nuestro sitio y por mucho que hayas presumido en el pasado porque siempre tendemos a considerarnos más de lo que somos y mejores en comparación con los demás, al final nos convertimos en contadores de batallitas poco creíbles, sobreviviendo dentro de un esqueleto compuesto por un manojo de bisagras y músculos doloridos, bajo el control de un cerebro permanentemente colgado de una agenda en la que antes apenas anotabas nada por recordar casi todo pero a la que ahora te aferras para no quedar continuamente en evidencia.

Desde lejos vio como lo saludaba el conserje de la finca levantando la mano efusivamente al tiempo que se peleaba con los cubos de la basura. Buenas tardes don Jaime, aunque de buenas tienen poco porque vaya cantidad de agua que está cayendo ni que hubiéramos enfadado a alguien –dijo al tiempo que desviaba la vista hacia el cielo–.

Buenas tardes, –respondió él– si que está desagradable, pero al menos no hace frio. Lo dijo sin detenerse y prácticamente sin levantar la vista para evitar que la conversación fuera a más. Acto seguido tomó el ascensor hasta la quinta planta, dirigiéndose al acogedor apartamento de soltero que había montado con todo tipo de comodidades pues pensaba que el tamaño era menos importante que los materiales utilizados, la decoración elegida o la ubicación y en este caso se trataba de una de las mejores urbanizaciones de Valencia.

Se entraba directamente a un hall de apenas dos metros cuadrados, con un mural a la derecha formado por espejos biselados en forma de rombo que se intercalaban con globos de metacrilato blanco opaco también de forma romboédrica, ligeramente aplastados y provistos de luz que permitían iluminar de manera leve pero suficiente el cubículo. Junto al mural un perchero y debajo un paragüero Kartell amarillo. Un saliente negro también en metacrilato de 6 centímetros de alto por todo el ancho del mural, partía este en dos al tiempo que servía de ménsula para depositar las llaves o las gafas y así evitar olvidarlas cuando saliera al día siguiente porque solo pensar en tener que volver en su busca le ponía de los nervios.

A la izquierda una puerta por la que se accedía al resto del apartamento y en la pared del frente un cuadro de tonos azules y morados enmarcado en madera de nogal de noventa centímetros de ancho por metro cincuenta de alto acaparaba el protagonismo, mientras un carril con tres dicroicas de baja tensión se ocupaba de realzar su singular colorido.

Se quedó un rato mirándolo como tantas otras veces hizo desde que fuera su propietario. Parecía representar un paisaje marino con dos o tres veleros, pero igualmente podía tratarse de un paisaje de castilla en un día gris que amenazara tormenta sobre un campo de trigo crecido y batido por el viento. Le hubiera gustado hablar de ello con el autor pero no tuvo oportunidad de hacerlo.

La firma en color negro decía Pera Conde (1965), pero si ese pintor existió seguía siendo un misterio. El lienzo tenía adherida por detrás una especie de ficha que el tiempo y la humedad habían amarilleado y que incluía algunos datos más: Pera Conde–Zaragoza–Año 1965–Número 723. Por otra parte, desconocía el título del cuadro porque la siguiente casilla, la destinada para indicarlo, estaba vacía y por ello desde que el cuadro llegó a sus manos había intentado con poco éxito averiguar algo más sobre él y probablemente aquella tarde como tantas otras, lo volvería a intentar.

La habitación principal suponía el grueso del estudio. Un salón grande solo separado de la cocina por una amplia barra con tres taburetes modelo Gimlet, diseñados por Jorge Pensi que esperaban la hora del desayuno, único momento del día en el que cumplían su función.

Al entrar impresionaba el enorme ventanal con vistas a la calle principal que ocupaba la totalidad de la pared y que había cubierto con paneles japoneses blancos, lisos y lo suficientemente opacos como para no permitir la visión desde el exterior, pero si poder disfrutar de la abundante luz que le llegaba, dada la altura del apartamento y la claridad característica de esa zona del mediterráneo.

En el muro opuesto a la cocina eran protagonistas dos grandes librerías modelo “Literatura” diseñadas por Vicent Martínez de más de dos metros de altura y casi un metro de ancho cada una, combinadas en madera de roble natural y carrilera lacada en blanco a poro abierto que se encontraban atiborradas de libros a pesar de no ser un asiduo lector, pero aportaban color y armonía al conjunto.

Entre ellas había dejado el espacio suficiente para intercalar una televisión modelo Beovisión de 42 pulgadas fabricada por Bang & Olufsen que salvo un rato por la noche para acompañarlo durante su acostumbrada frugal colación, permanecía siempre apagada.

Frente a la biblioteca un sofá de tres plazas modelo Beckham diseñado por Furnmod con estructura de tubo metálico cromado y tapizado capitoné en piel flor italiana de color gris claro que se encontraba ligeramente resobada por el uso. Se trataba del único resto salvado del naufragio en el que se había convertido su matrimonio gracias a que su mujer se había portado generosamente cuando se lo cedió en el proceso de disolución de gananciales sabedora de lo mucho que le gustaba aquella pieza.

Entre ambos, librería y sofá, una mesa Laccio diseñada por Marcel Breuer, fabricada con tubo cromado y tapas MDF blancas que en realidad eran dos, una rectangular y otra cuadrada de diferentes alturas y que una vez entrelazadas, formaban un todo de metro y medio de ancho por medio metro de fondo. Una unidad poco útil aunque lo suficiente para lo que sería prácticamente su único objetivo, el sostenimiento de los mandos de los equipos, un cenicero con dos pipas ”Falcon” muy gastadas, vestigio de su época de fumador empedernido y unas cuantas revistas de On-Diseño a las que echaba un vistazo de vez en cuando para distraerse.

En el lateral de esa pared una puerta lacada en blanco mate daba paso a un aseo grande y sin ventanas al exterior, cubierto en su totalidad por azulejos muy claros y provisto de sanitarios “Noken” de líneas sencillas y color gris perla que permanecía impecable por ser poco utilizado, pero también porque una hermana del conserje acudía dos tardes por semana a limpiar y mantenerlo todo impoluto.

Por otra puerta exactamente igual a la del baño se accedía a un trastero de veinte metros cuadrados que usaba como almacén para liberar espacio y mantener el orden que le permitiera conseguir la sensación de sencillez y austeridad que siempre perseguía dentro del entorno que habitaba, si bien su concepto de austeridad no significaba necesariamente bajo coste a juzgar por lo caro de sus objetos, como los electrónicos dispuestos en aquel rincón, un equipo de música de la misma marca que la televisión, un Bang & Olufsen con altavoces de pie conectados a un proyector pendiente del techo para ver imágenes sobre el propio muro tan lucido y blanco que perfectamente podía servir de pantalla, un efecto que nunca pudo conseguir en su anterior vida pues su mujer no compartía los mismos gustos.

Jaime y Montse se separaron de común acuerdo, ella se quedó el casoplón en el que residían hasta aquel momento y el negocio de ropa que personalmente atendía, mientras que para Jaime acordaron adquirir aquel pequeño apartamento en el centro al que se mudaría para luego, una vez hechas las cuentas, repartir el dinero restante y continuar por caminos separados de manera definitiva.

Quizá pretendiendo rellenar el espacio vacío que dejaba toda una vida en común, a la hora de acondicionarlo le entró la paranoia de tener todo ese tipo de cosas. Proyector de cine para no ver películas, gran televisión que apenas se prendía y un equipo de música carísimo para escuchar de vez en cuando ópera o algún disco de Alejandro Sanz o de rock porque tampoco era un melómano, ni siquiera erudito en algún género musical concreto.

Desde que se casaron, dedicaron la mayor parte de su energía en ganar dinero y adquirir cosas de calidad porque ella no soportaba vivir rodeada de bagatelas ni en el vestir ni en los objetos de uso. Empezaron por una casa unifamiliar dentro de una urbanización en una zona de expansión de la ciudad a caballo entre la urbe y el campo, un lugar al que en un principio les costó adaptarse por ser muy diferente de aquel del que cada uno procedía.

Ella solía decir que a los espacios hay que amoldarse, que para hacerse a ellos los hay que ir creando y aquella manera de pensar tuvo consecuencias porque se pasaron más de 20 años llenando rincones con muebles de maderas nobles, lámparas de diseño, cuadros…; acondicionando y transformando accesos o estancias y pagando siempre facturas importantes. Montse era así, si compraba un pañuelo para el cuello tenía que ser como mínimo de Hermés, si un reloj sería un Cartier, si un bolso Vuitton y con la casa algo parecido. En cierta ocasión, con la escusa de adornar un rincón de la planta baja entre el hall y el salón para según decía, cubrir un espacio vacío, independientemente de que a él todo le parecía demasiado cargado, adquirió un pupitre de Bernini fabricado en madera de palosanto con el plano de trabajo en piel negra, tan lujoso como inútil, dado que solo contenía unos sobres, unos folios y unas plumas que no recordaba se hubieran usado nunca.

Esto dificultó el reparto porque el gusto de él respecto al de ella era más minimalista y cuando se sentaron con la firme decisión de no hacer sangre, sufrieron lo suyo, ya que a ella le valía todo mientras que a él solo cuatro cosas. Al final como ambos eran inteligentes, prevaleció la cordura y Montse se puso de acuerdo con una tienda de antigüedades y otras dos de diseño consiguiendo vender la mayor parte y quedándose con el resto a excepción del sofá de piel que le gustaba a Jaime.

La decoración del apartamento lo completaba una mesa tipo escritorio modelo Bloom con la base en roble americano natural y sobre y cajonera en MDF blanco. No era muy grande, poco más de un metro de ancho por sesenta centímetros de fondo, pero lo suficiente para sostener un MacBook y una lámpara Tizio de color negro, lo único que realmente necesitaba.

Entre esa mesa y el sofá, rellenando el espacio que quedaba, un Eames Lounge Chair con estructura en madera de Palisandro rojo y piel flor blanca que utilizaba para ver la tele o echar una siesta.

Entró en el salón y movió el termostato de la calefacción elevando un poco la temperatura que por la humedad reinante se había alejado de los estándares ambientales que le satisfacían, se acercó al escritorio, prendió la lámpara y movió el ratón, la pantalla se encendió. Tomó asiento en un sillón Taylord con brazos metálicos y piel blanca dispuesto ante ella. Al contrario de lo que ocurría con la televisión, el ordenador estaba siempre en estado latente de manera que al iluminarse la pantalla, se abrió Chrome con el buscador Google.

Escribió Pera Conde y como siempre la respuesta fue tan inmediata como inútil, 29 millones de entradas y en cabecera un futbolista, actores sudamericanos, un cantante boliviano pero nada que hiciera alusión a un pintor, ni siquiera alguien relacionado con las artes. Volvió a escribir esta vez Pedro Conde, en castellano ya que por la ficha se podía entender que procedía de Zaragoza y la respuesta fue tan deprimente como la anterior, un ingeniero técnico, deportistas…

Permaneció pensativo ante la pantalla. No sabía exactamente por qué hacía esto de buscar en google el nombre del pintor, estaba claro que si no aparecía era por que nunca fue un pintor significativo o porque haría tiempo que estaba muerto y su rastro también había desaparecido de las redes en el supuesto de que algún día hubiera estado presente en ellas.

En su Iphone guardaba una foto del cuadro que había copiado al ordenador para enviarla a galerías de Zaragoza, Valencia y Barcelona porque la etiqueta del cuadro indicaba como origen del autor la ciudad de Zaragoza, sin embargo, Pera equivalía a Pedro en catalán.

Intentó repasar mentalmente cuáles habían sido hasta ahora las gestiones realizadas y cuáles otras podría intentar en el futuro, pero no se le ocurría nada. Además tenía hambre, así que se levantó, se acercó a la cocina y tomó una sartén. Peló un ajo y lo cortó a la mitad, restregando bien las dos mitades para que quedara abundantemente impregnada y picó un puñado de perejil al que había retirado cuidadosamente la mayoría de los tallos. Batió enérgicamente un huevo y añadió una pizca de sal, un dedal de leche y el perejil bien picado. Depositó en la sartén una gota de aceite y encendió la placa de inducción. Tomó media chapata del cajón del pan, la abrió a la mitad y dispuso dentro la tortilla francesa hecha a la manera que le gustaba. La aplastó bien para que el pan empapara sus jugos y llevó el bocata en un plato hasta la mesa de centro del salón junto a una copa de vino de rioja crianza y un par de servilletas de papel. Se sentó en el sofá justo frente al televisor y conectó con las noticias. El mando a distancia Beolink que integraba todos los elementos de Bang & Oluffsen estaba programado de manera que tan pronto lo tocaba se elevaba indicando el canal que tenía previsto encenderse. Confirmó.

Al rato se había calmado el hormigueo del estómago sin apenas enterarse de la información porque interesante y original no había gran cosa. Y como probablemente le ocurriría a los investigadores ante unas pesquisas malogradas, no se podía quitar de la cabeza al misterioso autor del cuadro. Se puso cómodo en el sofá intentando repasar la tarde en la que se fraguó la transacción por si en el fondo de armario de su memoria, encontraba algo que le pudiera ser útil, pero solo recordaba el mal tiempo que hacía aquel día por culpa de una “dana” similar a la que esos días estaba sufriendo y se fue quedando dormido.

Había estacionado su BMW 525 gris oscuro frente al número 7 de la Avenida del Mediterráneo. La Galería Hervás, propiedad de Arturo Hervás, hacía esquina con la calle Escalante. Se quedó mirando el local que así, plenamente iluminado, estaba realmente atractivo. Su apertura había causado sensación en los ambientes de la modernidad valenciana y casi desde entonces, cada viernes acudía a buscar a su amigo Arturo para cenar o tomar algo y para charlar de sus temas preferidos, el diseño, la moda y la política, aunque no en exclusiva ni en ese mismo orden.

Dos de los paramentos principales se habrían al exterior través de enormes ventanales que al tratarse de un edificio antiguo estaban compuestos por paredes maestras de ladrillo macizo que decidieron picar en profundidad hasta dejar todo visto. Una vez eliminado todo lo superfluo de la antigua instalación, para sujetar el cristal se utilizaron unos estilizados marcos metálicos en color cobre tan estrechos que los paramentos de vidrio parecían flotar sobre el material de obra. Como además la puerta de entrada, compuesta por dos hojas no tenía marco alguno, la vista desde el exterior resultaba virgen y efímera.

Se puso la gabardina dentro del auto no sin dificultades porque últimamente había cogido peso y aunque el vehículo era amplio todas las maniobras le resultaban difíciles, no obstante cualquier cosa antes que empapar el traje. Salió y cruzó la calle dando saltos hasta entrar en el local y librarse de la persistente agua que caía. Antes de entrar, sacudió enérgicamente la gabardina para retirar el exceso y evitar así empapar los pantalones más de lo que estaban. Era de los que utilizaba el coche aunque solo fuera para ir a comprar el periódico por lo que hubiera preferido aparcar frente a la puerta pero no había sitio y lo hubo de estacionar al otro lado de la calle. A pesar del ruido que al entrar hicieron las campanillas japonesas, Arturo no se inmutó y eso que la puerta de su despacho al fondo del local se encontraba abierta.

La instalación eléctrica quedaba a la vista y se distribuía a través de un entrelazado de tubo de cobre que formaba un rectángulo suspendido en todo el perímetro y servía para alimentar un tendido de cables aéreos de Ingo Maurer fabricados en Alemania de los que suspendían numerosos halógenos de baja tensión y amplia apertura focal que generosamente proyectaban luz sobre las mesas lacadas blanco mate, que además de estar disponibles para la venta, también se utilizaban como superficie de trabajo en proyectos de interiorismo fundamentalmente realizados para arquitectos y aparejadores.

Además de esa iluminación, un carril triangular fabricado por Targetti en Italia cubría todo el perímetro a metro y medio de las paredes e igual distancia del techo, sosteniendo proyectores también halógenos en este caso de 150 W que iluminaban y daban volumen a los elementos suspendidos de las paredes, incluidas las que no tenían ventanas por ser colindantes con la zona de almacén y que estaban cubiertas por cuadros de autores más o menos conocidos convirtiendo el negocio en un espacio de diseño más allá de la mera galería que también era.

Así fue como nació el negocio y ese cometido tuvo durante bastante tiempo, aunque ahora parecía un campo de combate, con la mayoría de los cuadros descolgados formando montones en el suelo o apoyados en las paredes como si estuvieran en permanente búsqueda de un nuevo destino. Las mesas ya no soportaban proyectos sino más trastos y algunos halógenos estaban apagados esperando que alguien tuviera a bien sustituirlos por otros en buen estado. Se acercó hasta la puerta del despacho y tocó con los nudillos.

Hola Jaime, ya vi que eras tú –dijo Arturo mientras subrayaba algo en unos folios–. Perdona pero estaba liado con esto. Toma asiento.

¿Qué pasa Arturo? esto está cada día más dejado de la mano de dios. Parece que estás decidido a cerrar.

No hay nada que hacer –respondió Arturo–. Estoy totalmente desmoralizado, sin ideas, no me apetece hacer nada, ni siquiera intentarlo, tengo la frustrante sensación de que haga lo que haga todo va a salir mal. Antes al menos tenía la esperanza de traspasar el local por ser sobradamente conocido y por tratarse de un negocio abierto y facturando, pero ya ni eso porque apenas llaman interesándose por él. Por cierto me fijé que te quedaste prendado del cuadro que está a la entrada sobre la pared ¿te interesa? Te lo dejo a buen precio.

Sí, me gustó –respondió Jaime– suponía que lo tienes a la entrada por estar vendido y listo para entregar.

Pues no exactamente, en realidad se soltó de la pared cuando alguien lo tocó y no lo colgaron porque tampoco decidí aún dónde ponerlo.

¿Es bueno? –preguntó Jaime– Ya sabes que sobre pintura soy poco docto. Sé que me gusta pero poco más. ¿Es un pintor conocido?

Sobre todo es un pintor con futuro –afirmó Arturo sin demasiado convencimiento–, quizá su obra hoy pueda resultar asequible pero algún día no lo será.

¿Lo conoces personalmente? –insistió Jaime–

Si claro, conozco a la mayoría de los autores de las pinturas que exponemos –afirmó–.

Arrastraba las palabras y a Jaime le dio la impresión de que todo lo que le había escuchado sobre las obras de arte que tenía en tienda era más o menos inventado. Puede que al principio, cuando él y su pareja Amador Junquera, iniciaron el negocio fuera así, pero ahora la mayoría de lo que tenía se lo había adquirido a un marchante comercial, una especie de mayorista ambulante que lo visitaba con un camión y que adjuntaba a cada cuadro una ficha de la obra y el currículo del autor, puede que incluso inventado, y con un trasfondo meramente crematístico. El tipo presumía de ir descubriendo artistas con futuro, pero más bien se aprovechaba del hambre de estos para que le pintaran cuadros por una miseria a medida que los iba vendiendo a los cuatro amigos que le quedaban desperdigados por todo el país.

Jaime apreciaba tanto a Arturo que fingía creer todo lo que decía y algunas veces incluso lo creía a pesar de lo dicho. Pero ciertamente el alma de todo aquello había sido Amador, su pareja, y la persona con quien inició el negocio donde invirtió todos sus ahorros, un tipo de excelente gusto y sensibilidad que además contaba con muchos contactos de todo tipo, en la administración, arquitectos, decoradores de interiores y banqueros, no en vano se le asignaban ligues entre lo más granado de la élite de Valencia y Cataluña. Una fama que él, simpático y bromista, alimentaba con relatos de sus promiscuas relaciones a pesar de que los amigos entendíamos que más bien lo hacía para dar celos a Arturo y mantener vivo su amor.

El caso es que cuando abrieron el local, pasaban por ser la pareja gay de mayor éxito entre los círculos posmodernistas de la ciudad. Hacían buena pareja en todos los sentidos porque además de amigos, se querían y sobre todo se complementaban. Arturo manejaba la parte económica, las líneas de crédito, los contratos, etc., mientras que Amador decidía sobre la decoración de la tienda, los proyectos de los clientes, los contactos con los arquitectos…

Juntos acudían a encuentros, ferias y showroom de las grandes marcas en los foros más exquisitos de Milán, Colonia, Copenhague o París. El tándem que formaban parecía indestructible y el éxito fue rotundo desde el primer momento y duró unos años. Además Amador sabía vender esa imagen de eternos ganadores y por eso, el día que se supo que tenía SIDA todos los amigos se quedaron de piedra, la noticia saltó a los círculos precisamente cuando ya habían visto caer a famosos como Anthony Perkins, Rock Hudson o Freddie Mercury y por eso, aunque también fueron espectadores del deterioro rápido y continuado que la enfermedad produjo en él, un escalofrío hizo temblar su columna vertebral el fatídico día que surgió la noticia, tan sorprendente como esperada, de su muerte.

Un entierro multitudinario, al que acudieron los que lo conocieron que fueron muchos y en el que los amigos quisieron consolar a Arturo, su viudo del alma. Un deceso que marcó el final de todo y el principio de su depresión, para continuar con la falta de ideas y terminar con un negocio que solo sabía manejar con éxito Amador, y que ahora estaba dando los últimos estertores.

Jaime no quiso seguir hablando y lo agarró del brazo. Vamos a cenar –le dijo– y a bebernos una botella de tinto cada uno que hoy tengo ganas de marcha y de paso vas pensando en lo que me cobrarás por el cuadro que no pienso dejar que te aproveches de mi debilidad y desconocimiento.

Cuando salían de cena, no hablaban de cosas personales ni de sus ligues, ni siquiera de negocios. Sobre todo hablaban de diseño de interiores, obras arquitectónicas o de política. A nivel ideológico, solían terminar discutiendo agriamente porque no pensaban lo mismo acerca de como resolver los temas sociales, laborales, económicos, pero se respetaban tanto el uno al otro que las discusiones, aunque fueran duras se quedaban en la misma mesa donde habían dado cuenta del vino.

Aquella noche la discusión versó sobre el futuro del mueble de diseño. Para Arturo la gente o había perdido el gusto o es que ya no tenía un duro. Reducía todo a su propia perspectiva, a lo que sufría diariamente entre aquellas cuatro paredes, la cotidianidad que le había impedido ver el futuro de manera objetiva desde la muerte de Amador, mientras que para Jaime, con una visión más global, el problema era estructural y si lo había que buscar en algún sitio era precisamente en el tipo de comercio como el que Arturo regentaba en aquellos momentos y que no había evolucionado por falta de ideas y sobre todo por no haber acertado a leer la trayectoria que se estaba viviendo fuera de España.

Además, aunque la gente era aparentemente la misma y tenía más o menos un poder adquisitivo similar –afirmaba Jaime–, había que darse cuenta de que para vender un mueble de diseño al precio que estaba, había que dar con clientes que reunieran sensibilidad, gusto y el optimismo necesario para hacer frente a un alto desembolso, lo que obviamente restringía las posibilidades a la hora de hacer negocio. Por otra parte, nada se estaba haciendo para modernizar el mercado, el comercio del mobiliario de diseño realmente no evolucionaba desde hacía tiempo. Se vendía lo mismo, casi los mismos modelos, casi las mismas marcas y con plazos de entrega interminables. No se tantearon otras líneas de productos ni otros precios. Y las cosas se pondrían peor –aventuraba Jaime– porque IKEA con sus modernos diseños low cost estaba a punto de desembarcar y aunque se terminaron por acalorar como siempre, todo quedó en el olvido tras el último chupito de “marc de champagne” y el abrazo de despedida.

Ambos salieron del brazo como dos novios y se perdieron bajo la lluvia ante la mirada interrogante del dueño del local que con atención desmedida salía para despedirlos hasta la puerta cada vez que acudían a su restaurante. A la mañana siguiente su secretaria lo advirtió que tuviera cuidado al entrar al despacho porque tras la puerta había un paquete grande que recientemente habían entregado a su nombre al tiempo que le extendía un sobre conteniendo el albarán que había firmado. No recordaba haber comprado nada y por eso en lugar de fijarse en el paquete que efectivamente tenía unas dimensiones importantes, guardó el sobre en el bolsillo y marchó a tomar un café y unos calmantes que le ayudaran a superar el fuerte dolor de cabeza que le había proporcionado la resaca del día anterior.

Lienzo de 90×150 cm.- Autor Pera Conde. Título: Sin título (Año 1965) enmarcado en nogal americano.- 3690 euros. Joder, –dijo Jaime– al tiempo que introducía un cheque a nombre de Arturo Hervás en el sobre.

Despertó en medio de un ronquido, en estado soporoso y con dolor en las articulaciones a consecuencia de la mala postura adoptada cuando se traspuso. La televisión seguía prendida y el plato y los restos de la cena sobre la mesa.

A duras penas consiguió incorporarse con la intención de meterse en la cama aunque tuviera que arrastrarse hasta ella. Seguía meditando acerca del cuadro y la tristeza que le había producido remontarse a su origen.

Stendhal dijo haber puesto toda su felicidad en estar triste y a él le ocurría algo parecido con su cuadro sin título. Estás solo y te sientes mayor –se dijo intentando consolarse–, pero otros también lo estarán y sin embargo no cuentan con la fortuna de poseer un cuadro sin título ni cotización conocida, a pesar de que podría valer una fortuna.